Opinión

250 años del nacimiento de un genio

16 de diciembre de 2020, 5:00 AM
16 de diciembre de 2020, 5:00 AM

Ludwig van Beethoven, el genio más grande de la música erudita, nació en Bonn, el 16 de diciembre de 1770 y murió en Viena el 26 de marzo de 1827. Su familia de origen holandés se había establecido en Alemania el año 1733. Su abuelo se trasladó para cantar en la capilla del Príncipe Elector, de la que luego fue maestro. 

Así también su padre cantó como tenor en ella. Su niñez transcurrió con una madre enferma y un padre egoísta y de carácter rudo, que le dio sus primeras lecciones de música. El pequeño las aprovechó tanto que a los ocho años tocaba notablemente el clavicordio.

A los trece años ya lo calificaban como el segundo Mozart. Fue protegido por personas influyentes y adineradas, pudo viajar, dar conciertos y recoger incontables lauros. Pudo profundizar sus estudios con Haydn, Salieri, Albrechtsberger y Förster. Fue admirado como pianista y como compositor excepcional. La grandiosidad de su labor y el genio de su inspiración recordaban al gran Bach. En muchas ocasiones manifestó su deseo de “aprender todas las reglas para encontrar el mejor camino para infringirlas”.

Opulento en inspiración y técnica, desgraciado en satisfacciones del corazón y mísero en bienes materiales, vivió una constante de sufrimientos y vicisitudes. Amó apasionadamente a la condesa Julieta Guicciardi, quien le inspiró la carta titulada A la inmortal bien amada, así como la célebre Sonata cuasi una Fantasía, conocida como Claro de Luna, en la que se percibe la explosión de amargura que le quebrantaba el corazón. Se vio condenado a una dolorosa vida en hogares desiertos exentos de afectos, sin salud y acompañado apenas por un sobrino que solo le dio disgustos y sinsabores.

En su música se encuentra una belleza de alma solo comparable con la de los mártires. A los 26 años empezó a sentir los síntomas de la sordera. Perdió el oído pasando un poco los 30, cuando se hallaba en uno de los periodos más intensos de su producción. Desde entonces, él, mago y malabarista del sonido, no pudo gozar de sus creaciones, que otros sí disfrutaron y admiraron. Pero, como si esto fuese un detalle insignificante, siguió trabajando, resignado y valiente hasta poco antes de su muerte produciendo sonatas y sinfonías en las que sus notas fueron unas veces lágrimas y otras esperanzas presentidas por su alma que añoraba una mejor vida.

En Viena, donde desarrolló prácticamente toda su creación, no hizo vida social ni aprendió a bailar ni a montar a caballo. Solo daba largos paseos por los parques y bosques. No le hacía genuflexión a los nobles. Los ignoraba, absorto en su mundo, acto que desairaba a una nobleza que nada podía hacer al respecto pues él era Beethoven.

Su repertorio es extensísimo y variado, conteniendo las más hermosas notas que el romanticismo hubiera imaginado; sonatas, inicialmente en su temprana edad, y luego en su madurez con óperas, música de escenas, orquestales, oberturas, músicas de cámara, solos de piano y violín, bagatelas, variaciones, todas ellas con interminables historias.

Su descuido por lo material se hizo más evidente en sus años finales. Sus últimas palabras antes de cerrar los ojos, acompañado por el cura que le dio la extremaunción y no más de tres amigos fueron: “Eso es todo, la comedia ha terminado”. Murió con apenas 57 años. Sus pocos bienes fueron rematados en subasta pública, incluyendo su maltrecho piano, al que intentaba escuchar pero no podía, cartas de amor sin enviar y partituras de composiciones. Aquel 24 de marzo todos los colegios de Viena cerraron sus puertas. Asistieron más de 20.000 personas a su funeral.

Quedan aún muchas cosas más que comentar de este genio musical, porque cada nota suya tiene una historia. Nos dejó su espíritu atormentado el mejor legado: su música, que sonará para los oídos y el alma de generaciones eternamente.

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