19 de septiembre de 2023, 4:00 AM
19 de septiembre de 2023, 4:00 AM


Llegué a Santiago, Chile, días después de que el plebiscito del 88 había finalizado, con una victoria contundente del No. Resultado que le ponía un cerrojo a la dictadura de Augusto Pinochet para una reelección por ocho años más –de los 17 que ya llevaba en dictadura-, abriendo la posibilidad a unas elecciones libres. Las mismas que ganaría Patricio Aylwin –de la concertación– frente al derechista y candidato del dictador, Hernán Büchi.

En las calles los chilenos se abrazaban, lloraban, bailaban y todavía no salían del estupor de haber ganado un referéndum con el expreso objetivo de determinar si la ciudadanía estaba de acuerdo o no con un “plebiscito de salida”, para luego modificar la Constitución Política y dar luz verde a la conformación de partidos políticos, con miras a un proceso electoral para la conformación de un nuevo gobierno, esta vez, democrático.

Tenía 17 años y había ingresado a la universidad para estudiar Periodismo y Ciencias Políticas. La sociedad estaba profundamente dividida, y el clamor por justicia por los más de 40 mil muertos y desaparecidos -a manos de la temida policía de inteligencia DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) en más de 1.020 domicilios clandestinos, repartidos por todo Santiago, donde se torturaba y asesinaba-, era muy fuerte y se constituía en la principal deuda histórica a subsanar. Se trabajó un famosísimo documento conocido como el informe Rettig –presidida por el jurista y político Raúl Rettig, quien presidía la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. Más de 3 tomos gruesos cada uno con más de dos mil páginas, para las bases de una posible reconciliación en Chile-. Una madurez política única en Latinoamérica y un ejemplo a seguir por todos los países del mundo. 

El informe fue contundente al evidenciar la violación sistemática de los DDHH y crímenes de lesa humanidad; pero la sociedad, aún seguía sin una satisfacción completa. Querían a Pinochet preso. Algo que nunca pasó. Salvo los 503 días de arresto domiciliario de Pinochet en Londres, a sus 91 años. Pero que al final no condujo a la cárcel al dictador. Muriendo en Chile, poco tiempo después.Hace unos días, medio siglo pasó desde ese cruento golpe militar en Chile: Un 11 de septiembre de 1973. Aviones de la FACH bombardearon La Moneda con Salvador Allende en su interior. Rodeada por tanques, francotiradores y miles de soldados desplegados en las calles del centro de Santiago, literalmente, se aplastó al Gobierno de Unidad Popular (UP) y comenzó una de las persecuciones más salvajes en contra de la dirigencia del MIR y del PC chilenos. Incluso, fuera de Chile.Allende pronunció su mítico discurso para luego suicidarse con un fusil de asalto, regalo de Fidel Castro, quien unos meses antes había visitado Chile por casi un mes. Situación que para muchos historiadores fue la gota que rebalsó el vaso para los militares y para una gran parte de la sociedad que pasaba hambre y una serie de penurias por la escasez, prácticamente, de todo. El golpe estaba cantado y sólo había que ponerle fecha.

A poco de andar Chile, con una dictadura encima, volvió a percibir un orden impuesto, pero orden al fin; hubo restricciones, estado de sitio y un miedo generalizado por represalias. La economía chilena creció, se estabilizó y con la llegada de los famosos Chicago Boys, el mercado libre, el capitalismo y la liberación de todas las restricciones económicas, de exportación e importación y gracias a un achicamiento del Estado, Chile se ubicó como una de las economías más pujantes de la región y fue el nuevo rico del vecindario.

Chile fue la envidia de muchos países. Y, ahora, no sorprende –hasta cierto punto, por todo el caos social, político y económico– que los chilenos estén dispuestos a ceder en algo sus derechos, con tal de que venga un gobierno y ponga orden en todos los aspectos. Un 60% entre los jóvenes chilenos piensa que el autoritarismo se justifica ante el caos social y la corrupción. Gabriel Boric, actual presidente de Chile, catalogó la situación como “eléctrico” y la expresidente Michelle Bachelet como “tóxica”, esta división peligrosa.

Nayib Bukele, en El Salvador, es una muestra de la altísima popularidad que tiene, por sus medidas durísimas en contra de las maras y pandillajes y corrupción. Su popularidad es envidiable por muchos gobernantes. Milei y su forajida postura contra lo que él denomina “casta política” ha prendido su popularidad hasta porcentajes insospechados. Mientras una mayoría de los latinoamericanos justifica el autoritarismo y la democracia se devalúa, proliferan líderes populistas autoritarios. Un informe de Latinobarómetro muestra que hoy solo el 48% de las personas apoya la democracia en la región, el punto más bajo desde que empezó esta medición en 1995. 

En el mismo sentido, la demanda por un gobierno militar o autoritario ha crecido, desde un 24% en 2004 a un 35% en 2023. ¡Insólito! En ese contexto, la figura de un Pinochet latinoamericano (sin importar la orientación política) que podría ganar una elección y convertirse en presidente, no es descabellado. El Latinobarómetro habla de que estamos viviendo una etapa de “recesión democrática” y “el autoritarismo” se ha ido validando poco a poco, en la medida que no se le condena, ni se sabe bien cuál es el umbral donde un país deja de ser democrático. 

Así, los dictadores latinoamericanos del siglo XXI son primero “civiles elegidos” en comicios libres, que luego se quedan en el poder cambiando las reglas y haciendo seudoelecciones para mantener la categoría de ‘democracia’. Ya no usan armas ni militares para asumir la presidencia. Son electo-dictaduras civiles. Ortega en Nicaragua. Maduro en Venezuela, Díaz-Canel en Cuba, son las distorsiones perversas de dictaduras mafiosas.

La degradación institucional y la falta de resolución de los problemas por parte de las democracias han hecho que se reivindiquen alternativas más ‘eficientes’ y que evidentemente implican una restricción democrática. La democracia ha sido “ineficiente” en América Latina para resolver los problemas sociales, por lo tanto “la ciudadanía está dispuesta a entregar muchas veces parte de sus libertades políticas con el fin de que se resuelvan problemas concretos”. ¡Grave!

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