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6 de agosto: de la transición al bicentenario

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6 de agosto de 2020, 3:00 AM
6 de agosto de 2020, 3:00 AM

Estamos a sólo un lustro del Bicentenario y es inevitable la pregunta de porqué, después de casi 200 años, no hemos podido construir aún una Patria más digna y un país mejor.

En medio de la penosa radiografía que nos ha sacado la pandemia, de la terrible tragedia de los muertos y en el escenario de la transición política después del fraude, los festejos patrios que estarán desiertos, nos obligan a un momento de meditación profunda sobre las razones por las que desde 1825 seguimos en una especie de permanente transición que no culmina en una verdadera construcción nacional.

No es éste el lugar para apuntar el índice por responsabilidades específicas que sin duda las tienen casi todos los gobiernos transcurridos, pero sin duda éllos y las colectividades que en su momento los acompañaron, no fueron capaces de remover los grandes escollos con los que hereditariamente nació el país.

No pudimos trascender los 300 años de colonialismo que nos habían dejado un legado trágico que el heroísmo y la bravura de los próceres no lograron dimensionar.

Son las fallas tectónicas de nuestra estructura básica que siguen hoy produciendo sismos y, de vez en vez, terremotos en el alma nacional.

Anotemos al menos 3 fallas esenciales de nuestra geología estatal:

El racismo que excluyó centenariamente a los indígenas; el centralismo que siempre marginó a las regiones, y el extractivismo que nos privó eternamente de los excedentes pródigos de nuestro territorio.

EL RACISMO

Katari fue descuartizado en 1781, pero su asesinato continúo impávido durante una república que se intentó “construir”  sobre la base del tributo indígena, del pongueaje, las masacres y el despojo.

Nuestras culturas originarias fueron abortadas con la invasión desde 1500, y pese a su fortaleza nunca fuimos capaces de convertirlas en un vigoroso insumo para la formulación de una nueva cultura integral con el aporte de occidente. Solo en el 52’ se intentó, con relativo éxito, acabar con ese garabato de país de muchísimos pongos y pocos latifundistas, pero el impulso apenas alcanzó para una “modernización” que ocultó detrás del voto y de la reforma agraria la continuada exclusión por el apellido y el color, que mantuvo al país perplejo, estancado ante la ausencia protagónica de la mayoría nacional que debía ser el gran motor del bienestar.

La inclusión parecía llegar con renovado vigor el 2006 pero muy temprano suplantaron y achataron la presencia indígena hasta retornarla al cuasi adorno folklórico de los discursos demagógicos, bloqueando la construcción  de una visión universal desde lo indígena que nos abarque a todos.

EL CENTRALISMO

Nuestro país, hace 195 años, apenas era algo más que una débil columna vertebral centralizada en torno a los centros de producción y comercialización de minerales, acompañada pobremente de latifundios circundantes que producían algunos alimentos básicos, y una burocracia criolla que se había hecho  del poder público y que habitaba en caseríos denominados ciudades donde los peninsulares levantaron sólo Iglesias, audiencias, cuarteles y juzgados.

El centralismo, esa concentración excluyente de actividades en un eje troncal, fue el dispositivo colonial para la exacción de nuestros recursos naturales y marcó el abandono y la exclusión del 80 % del territorio nacional que, después de 1825, siguió careciendo de gobierno, en el sentido más elemental qué es la administración institucional de los intereses colectivos.

La reinvindicación autonómica, pese a la iniciativa post 52’ de avanzar hacia el oriente, tiene su origen profundo en esta otra exclusión colonial que generó una administración central macrocefálica, especialmente en occidente, sin estrategias geopolíticas, sin burocracias eficientes, sin transferencia de recursos, sin gobiernos locales. Era el país de pocos no sólo racial sino territorialmente.

La postergada reivindicación autonómica apenas logró ser incorporada el 2009 al nuevo texto  constitucional como uno de los ejes de nuestro “modelo de Estado”, pero la actual recentralización extrema de los recursos apenas le asigna a las Autonomías menos del 10 % del presupuesto nacional al  tiempo que el autoritarismo ha asfixiado la democracia y la institucionalidad subnacional, restableciendo el cuasi abandono colonial del territorio y de su gente.

EL EXTRACTIVISMO

El racismo y el centralismo fueron el mecanismo para el despojo de nuestros recursos naturales, y fueron la razón para la implantación del viejo extractivismo, la tercera falla geológica, insuperable hasta hoy y que le ha privado al país de los recursos para remontar la exclusión económica: La pobreza nos ha excluido del bienestar estancándonos en las carencias materiales y en la pobreza multidimensional. No solo que no hemos podido salir del extractivismo primario exportador, sino que en los últimos 50 años hemos remachado la depredación de nuestro medio ambiente y el vaciamiento de nuestros yacimientos. No industrializamos casi nada y por el contrario, con entusiasmo suicida, seguimos quemando nuestros bosques, invadiendo nuestra reservas naturales, arrinconando a nuestros pueblos indígenas y subastando materias primas en aras de una balanza comercial incapaz de ser equilibrada con la producción y exportación de bienes y conocimientos que bien puede producir la laboriosidad incansable de nuestra gente.

Hoy a casi 200 años de distancia, tenemos que iniciar un viraje radical de nuestra energía colectiva para remover esos obstáculos de toda nuestra vida “independiente”, porque esas fallas geológicas derrumban una y otra vez lo poco que atinamos a construir.

LA TRANSICIÓN DE HOY

Y esa construcción hoy, amén de la pandemia y de sus crisis, está aguijoneada por nuevos desafíos. Estamos apenas saliendo de la frustración nacional de los últimos 14 años. Derrotamos el fraude y el prorroguismo de quienes malversaron la mejor oportunidad histórica que ha tenido el país, y era inevitable, producido el derrumbe y la fuga de los autoritarios, que iniciemos una transición para rearmar escenarios institucionales básicos de pacificación y de reconstitución democrática. Y a ello se sumó la pandemia con esa radiografía abrumadora de nuestras carencias centenarias. Hoy tenemos que retomar el sentido común nacional –pacificación, desarme espiritual, solidaridad y tolerancia¬– para que la transición sea exitosa hoy, mañana y en el futuro próximo.

Hoy, en este momento electoral de la transición, estamos atenazados entre la pandemia, la improvisación gubernamental, los embates reaccionarios de los desplazados y la falta de horizonte y talla de los líderes; ojalá el voto mayoritario del 18 de octubre aligere nuestras cargas.

Mañana, porque el gobierno que salga de las urnas debe impulsar con vigor y patriotismo un periodo de renovación urgente; de renovación de las libertades, de las instituciones, de la ética pública, de la economía y de la inclusión plurinacional, para cambiar progresiva pero radicalmente la relación de la colectividad con la naturaleza, la economía y el Estado, y para desplegar una verdadera pedagogía democrática que elimine toda forma de violencia, para restablecer la tolerancia y nuevas relaciones del ciudadano con la ley, de la autoridad con la libertad.

Y en el futuro próximo para que sobre esas bases gubernamentales en despliegue, encaminemos más a fondo las tareas estatales que están pendientes desde el 6 de agosto de 1825 y que suponen la armazón de un nuevo y definitivo ciclo estatal de largo alcance que remueva los obstáculos de nuestra historia.

Ojalá las horas cívicas de los próximos 6 de agosto se llenen con rostros más optimistas porque fuimos capaces de transitar del autoritarismo a la democracia y de ahí al bienestar y al progreso duraderos. Algo de ello podríamos acariciar ya el 2025.

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