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3 de julio de 2022, 4:00 AM
3 de julio de 2022, 4:00 AM

La historia oficial boliviana cultiva la derrota y el victimismo. Resalta los fastos militares, con escasas y olvidadas victorias y muy recordadas y lloradas derrotas. Muy heroicas, eso sí. No es necesario ni nombrarlas, pues llegan rápido a nuestra memoria; como también visualizamos el mapa del luto boliviano impreso en cuadernos escolares e incluso en libretas del servicio militar.  Es el mapa que muestra la reducción de nuestra geografía de los supuestos 2 millones de kilómetros cuadrados con que habríamos nacido, a su mitad actual. Es el mapa de las usurpaciones y las pérdidas del Litoral y Atacama, del Acre, de los Chacos Central y Boreal. Es el mapa de las quejas, del lamento y la desconfianza.

Sin embargo, todo eso tiene un lado distinto, sembrado de triunfos y victorias que deberíamos reconocer para mirarnos e imaginarnos de otra manera como país.

Pensemos que el reclamo inicial de territorios, al fundarse las repúblicas, se basó en un principio del derecho romano que aludía a la posesión según el derecho. Los virreinatos fueron la referencia inicial y luego, al quebrarse éstos, las capitanías y otras entidades de gobierno. La Audiencia de Charcas, entidad en la que se basa la fundación de Bolivia, no era una institución administrativa ni militar, sino jurídica. Su área de influencia no necesariamente coincidía con las de los entes de gobierno. Era lógico que la controversia fronteriza nos acompañara desde el inicio, como además lo hizo en todos los países.

En segundo lugar, recordemos que la posesión territorial de la nueva república era muy limitada. La mayoría de su escasa población (menos de 200 mil adultos) y de la actividad económica estaban en un área muy reducida alrededor del eje Potosí – La Paz, que incluía sus entornos y los de pequeñas ciudades como Oruro, Sucre y Cochabamba. Lejos, y muy aisladas, estaban las ciudades de frontera que hoy conocemos como Tarija, Santa Cruz, Trinidad y otras que figuraban como lugares de paso en las poco transitadas rutas comerciales de la época. Si se trazara un mapa de esa geografía económica y demográfica, tendríamos una imagen de la Bolivia inicial reducida posiblemente a la quinta parte de lo que supuestamente perdimos.

La gran pregunta que debemos hacernos es cómo una república pequeña y económicamente débil, con muy pocos recursos y erigida sobre una sociedad fragmentada, logró consolidar una geografía tan grande, extensa y rica en recursos naturales.

La respuesta, obviamente, no estará en las guerras, ya que perdimos todas. Está en la política. Es decir, en la negociación basada en el diálogo, en la búsqueda de acuerdos, en la inteligencia de unos pocos individuos que fueron capaces de argumentar y convencer, dándonos triunfos que nos deberían enorgullecer y que hemos olvidado. Muchos de ellos fueron cancilleres sin cancillería, es decir, sin institución que les diera el soporte que la diplomacia requiere, o embajadores con más voluntad que respaldo.

Esa historia de triunfos podría comenzar con Casimiro Olañeta y sus amigos, que sin ejércitos ni batallas lograron vencer la voluntad de los bien armados y experimentados ejércitos de Bolívar y Sucre, que se negaban a reconocer la aspiración independentista del Alto Perú. Usaron la adulación y la lisonja, pero también la razón y el argumento. Y se fundó Bolivia.

Antes de que Hilarión Daza pretendiera “sentar soberanía” con su impuesto al salitre, nuestros diplomáticos habían logrado dos tratados de límites con Chile, uno en 1866 y otro en 1874, que reconocían el litoral como territorio boliviano a pesar de que no teníamos posesión efectiva sobre las costas ni posibilidad alguna de defenderlas. Cuando comenzamos a perder esos territorios fue al desconocer los tratados y buscar soluciones militares.

Algo parecido sucedió en el Chaco, una guerra que fue mucho más dura y sangrienta, y que al parecer también fue provocada por quienes confiaron más en las armas que en la política. Recientes libros de Raúl Rivero sobre la época recuerdan victorias diplomáticas que eran aplastadas por torpezas militares. Al final de la guerra, fueron nuevamente los diplomáticos los que conservaron territorios que Paraguay también aspiraba a controlar (recuerden que Ñuflo de Chávez partió de Asunción a fundar Santa Cruz) y que hoy nos permiten una salida navegable al Atlántico. Se criticó mucho al canciller Elío, pero fue su coraje el que permitió conservar la salida al rio Paraguay, como antes el Tratado de 1904 conservó el derecho de libre tránsito hacia todos los puertos chilenos en el Pacífico.

En la relación con el Brasil libramos una guerra en el Acre, un territorio tan alejado que tomaba dos meses llegar allá. Las tropas fueron a marcha forzada por las selvas y los pertrechos y oficiales tuvieron que ir hasta Buenos Aires para navegar por el Atlántico hacia el Amazonas, el Madera y el Abuná. Solo así podía llegarse al Acre, una zona que no estaba en posesión de Bolivia, sino de algunos bolivianos que recolectaban goma y castaña. En dos libros sobre el tema, Walter Auad Sotomayor muestra también que la diplomacia consolidó territorios y fijó límites con más eficiencia que las armas en las fronteras norte y este del país.

Con Perú y Argentina, países fundados en base a los virreinatos de Lima y Buenos Aires, resolvimos los límites en base a tratados y acuerdos diplomáticos, es decir, recurriendo a la política y evitando la guerra.

En síntesis, deberíamos invertir más en diplomacia que en armas y cuarteles, y olvidar el mapa del luto y en vez de mostrar cómo perdimos un millón de kilómetros cuadrados por guerras, deberíamos recordar a nuestros niños cómo ganamos un país de un millón de kilómetros cuadrados a base de acuerdos, diálogos y negociaciones políticas. Nuestros héroes tendrían que ser distintos, más bien moderados y reflexivos, y seguramente nuestros comportamientos también.

Algo parecido sucedió en el Chaco, una guerra que fue mucho más dura y sangrienta y que al parecer también fue provocada”

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