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9 de agosto de 2023, 4:00 AM
9 de agosto de 2023, 4:00 AM

Desde su nacimiento, en 1825, Bolivia ha sido una nación de profundas complejidades y contradicciones, pero al mismo tiempo, un pueblo portador de un espíritu indomable de independencia. Hija de la guerra y madre de la libertad, Bolivia fue una de las primeras regiones de América en levantarse contra la tiranía y la dominación española, primero en las luchas de los pueblos indígenas de 1779, y luego con los levantamientos guerrilleros de 1809 en adelante.

Nuestra independencia no fue fruto de la casualidad ni la decisión de los políticos, sino consecuencia de la rebeldía, sacrificio y tenacidad de los miles de combatientes de las guerrillas y las Republiquetas que terminaron por derrotar a uno de los imperios más poderosos del siglo XIX. Esta impronta bien se expresa en el Acta de Independencia que señala: "El mundo sabe que el Alto Perú ha sido, en el continente americano, el ara donde se vertió la primera sangre de los libres, y la tierra donde existe la tumba del último de los tiranos...”.

Por eso Bolivia, --la tierra de las cien culturas, de todos los climas y de la más abigarrada geografía--, es fruto del espíritu libertario de sus hijos, antes que designio del destino o efecto de la razón.

Los redactores del Acta Constitutiva así lo entendieron cuando inmortalizaron esta ansia independentista señalando que “La representación soberana de las provincias del Alto Perú (…) protestan a la faz de la tierra entera, que su voluntad irrevocable es gobernarse por sí mismos, y ser regidos por la Constitución, Leyes y Autoridades que ellos propios se diesen y creyesen más conducentes a su futura felicidad, (…) y de los sacrosantos derechos de honor, vida, libertad, propiedad y seguridad".

Tras 198 años, los mismos principios, sumados a los valores de la democracia, se mantienen firmes e incólumes, y gracias a ellos, a lo largo de nuestra historia, los bolivianos hemos derrotado todos los intentos que pretendieron subyugarnos en guerras fratricidas, feroces dictaduras y modelos autoritarios que sucumbieron irremediablemente ante la voluntad férrea de un pueblo que prefiere el sacrificio, al yugo de la esclavitud o la servidumbre.

Hoy tenemos otros desafíos y enfrentamos nuevos peligros.  Ya no combatimos a potencias de ultramar que buscan imponernos sus leyes y voluntades, sino a nuevos enemigos, quizá menos visibles, pero no por ello menos violentos.

Luego de casi 200 años, aún nos falta una integración cultural que unifique a las distintas visiones y anhelos en una sola voluntad de progreso, y trascienda las diferencias artificiales de origen, ideología o autoidentificación que nos dividen y nos enfrentan.

Necesitamos recuperar la fortaleza e independencia de las instituciones y devolverles sus verdaderos roles de servicio a la sociedad, cumplimiento de la Ley y respeto a los derechos ciudadanos. No podemos mantener un Estado donde sus entidades sean propiedad de los partidos o instrumentos de la corrupción y la ineficiencia.

La lucha contra la pobreza, la desigualdad y la corrupción sigue siendo una deuda pendiente que no hemos logrado saldar. Además, la gestión sostenible de nuestros recursos naturales y la búsqueda de un equilibrio entre el desarrollo económico y la protección del medio ambiente son desafíos continuos.  No hemos alcanzado la unidad nacional ni logramos construir un sistema político inclusivo que nos permita superar las divisiones históricas y garantizar un futuro estable.

La inversión en educación y tecnología que allane el camino para un desarrollo económico sostenible y una mayor competitividad, son tareas pendientes desde hace décadas. Además, la garantía de una verdadera justicia social con inclusión, sigue siendo esencial para construir una sociedad más equitativa y cohesionada.

Todos estos desafíos no son invencibles y jamás serán más difíciles que aquellos que enfrentaron quienes nos legaron la libertad, sin embargo, precisan hoy más que nunca de un verdadero renacer patriótico que reactive los valores de la honestidad, el respeto, la justicia, la responsabilidad y la fraternidad. Necesitamos dejar de pensar en los objetivos particulares para construir el gran proyecto de una Patria grande y justa que concrete el objetivo que reza nuestro himno cuando proclama: “Esta tierra inocente y hermosa, que ha debido a Bolívar su nombre, es la patria feliz donde el hombre goza el bien de la dicha y la paz”.

Por eso, este 6 de agosto no solo debemos celebrar nuestra historia, sino también nuestra decisión de mirar hacia adelante con esperanza y determinación, pero sobre todo con la seguridad de que somos herederos de esa estirpe de hombres y mujeres que murieron para darnos libertad; y que llevamos en nuestros genes ese valor, que emergerá con el mismo ímpetu ante cualquier intento externo o interno, que pretenda trocar nuestra libertad y nuestra democracia en cualquier forma de esclavitud o sojuzgamiento.

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