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18 de abril de 2024, 4:00 AM
18 de abril de 2024, 4:00 AM

En el corazón de Sudamérica, Bolivia se presenta como un escenario de contrastes. Una tierra fértil, bendecida por la naturaleza con diversos climas y microclimas, alberga una población pujante y esperanzada. Sin embargo, esta promesa de prosperidad se ve empañada por un obstáculo persistente: el bajo rendimiento de la producción agrícola.

En la última gestión, el país incrementó en un 2,28% la superficie de siembra, un esfuerzo que, en teoría, debería traducirse en una mayor oferta de alimentos. No obstante, la realidad dista de ser tan optimista. A pesar de la ampliación de las áreas cultivadas, la producción no ha experimentado el crecimiento esperado. ¿La razón? La falta de biotecnología, la carencia de herramientas agrícolas modernas y el uso generalizado de semillas ilegales o “piratas”.

En Santa Cruz, epicentro de la producción agrícola boliviana, se observa una profunda división entre productores e ingenieros agrónomos. Los primeros culpan a la ausencia de transgénicos por sus “tímidos” resultados, mientras que los segundos señalan la falta de paquetes tecnológicos completos que incluyan fertilizantes, control de plagas, enfermedades e insectos.

A esta compleja situación se suma el mercado informal, amplificado por las redes sociales, donde se pueden encontrar semillas transgénicas no aprobadas por el Gobierno a la venta. Esta realidad refleja la desconfianza y la falta de acceso a herramientas agrícolas modernas por parte de los pequeños productores, quienes, en su búsqueda por mejorar sus cosechas, recurren a alternativas ilegales y potencialmente riesgosas.

Bolivia se encuentra rezagada en términos de productividad agrícola. Mientras que países vecinos avanzan a pasos agigantados, integrando biotecnología y tecnología de punta en sus procesos, el país se aferra a métodos tradicionales que han demostrado ser insuficientes para satisfacer la creciente demanda interna y, mucho menos, para posicionarse como un jugador competitivo en el mercado internacional.

Esta situación no solo afecta la economía del país, sino que también tiene un impacto directo en la calidad de vida de la población. La falta de alimentos frescos y nutritivos genera inseguridad alimentaria, especialmente en los sectores más vulnerables. Además, el estancamiento del sector agrícola limita las oportunidades de empleo y desarrollo en las zonas rurales, perpetuando el ciclo de pobreza y exclusión.

Es lamentable saber que debido al mercado informal, la investigación agrícola también queda relegada. Así, de 10 nuevas variedades de semilla que se sacaban al año, ahora son cuatro o cinco a lo mucho.

Entonces, es hora de que Bolivia despierte de este letargo agrícola. Es necesario un cambio de paradigma, una apuesta decidida por la modernización y la innovación en el campo. El Gobierno, en conjunto con los empresarios y la academia, deben trabajar de manera articulada para diseñar e implementar políticas públicas que incentiven la adopción de biotecnología, el acceso a paquetes tecnológicos completos y la formalización del mercado de semillas.

El anuncio del presidente Luis Arce de impulsar la ‘biotecnología a la boliviana’ es una buena señal, pero esperemos que no quede solo en intenciones, porque el momento es crucial.

Bolivia podrá aprovechar al máximo su potencial agrícola, garantizando la seguridad alimentaria de su población, generando oportunidades de desarrollo y posicionándose como un referente regional en la producción de alimentos de alta calidad. No podemos seguir sembrando dudas y cosechando estancamiento. Es hora de cultivar un futuro próspero para los bolivianos, donde la tierra fértil y el ingenio humano se conjuguen para alimentar al mundo.

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