5 de julio de 2022, 4:00 AM
5 de julio de 2022, 4:00 AM


Que las sillas se despeguen del piso y surquen furiosas el aire, ha dejado de ser una excepción en los congresos del MAS y tiende a convertirse en la regla. Ha vuelto a pasar en Potosí, donde la fracción que dirige el señor Morales Ayma es acusada de querer imponer la directiva departamental, como ya lo hizo con la candidatura del gobernador.

Lo novedoso es el ascenso de la violencia verbal en los enfrentamientos oficialistas porque antes podían llover los puñetazos, pero primaba la discreción, “en aras de la unidad”. En esta oportunidad, Morales Ayma no se ha ahorrado los calificativos, acusando a los que piden renovación de ser unos degenerados “que abandonan la cualidad ideológica y programática del MAS y la condición de político honesto, sano y de izquierda”.

La consigna de alentar una ofensiva verbal impartida por la máxima jefatura apunta, por un lado, contra el actual vicepresidente, imputado de prepararse a crear un nuevo partido, cuya base estaría entrenando el segundo mandatario a través de cursos, donde seguramente imparte las doctrinas metafísicas y chamanísticas que lo caracterizan y que promueven tanta inquietud en el ala evista.

En el otro flanco, el fuego de las acusaciones se dirige contra el actual ministro de Gobierno, como queda claro cuando el más famoso de sus excolegas enjuicia que “no cabe dudas que existe protección al narcotráfico”. Semejante afirmación de quien controló ese despacho durante gran parte de los catorce años de la gestión de Morales representa palabras mayores.

La bronca contra el ministro que controla la Policía se inició cuando se detuvo al exjefe de la Felcn Maximiliano Dávila, acusado por la DEA de estar implicado en el tráfico de cocaína y, por el Gobierno de Arce Catacora, de simple lavado de dinero. Morales asume que la detención de Dávila es una maniobra gringa para complicarlo a él, por la cercanía del detenido, cuando era comandante, con el expresidente.

El deseo de hacer caer a Del Castillo es una obsesión de lo parlamentarios que responden al jefe masista. Ese apasionamiento explota cuando uno de esos legisladores acusa que “alguien” “está metido hasta las patas” en la protección del delito, al referirse a la sangrienta ejecución de tres policías la semana pasada, en Porongo, Santa Cruz.

La crueldad y alevosía del fusilamiento de los uniformados subraya a fuego la implosión de la Policía y la ineptitud de este Gobierno y sus predecesores de solucionar el problema al que, hace alrededor de una década, había fijado un plazo de tres meses para resolverse. La contradicción de las acusaciones entre masistas es que ninguno reconoce que para encarar la crisis policial y judicial lo primero es suprimir el control partidista sobre las instituciones policiales y de administración de justicia. Mientras policías, jueces y fiscales sean utilizados para represión política, seguirán cobrando, en calidad de retribución, “derechos” a participar impunemente en negocios corruptos.

La ceguera de los enfrentados es tan grande que uno de los senadores que sigue con mayor entusiasmo a Morales Ayma supone que, cuando se trata de entender y reparar los problemas de la justicia boliviana, “el error ha sido invitar al relator especial de la ONU” para que se forme un criterio y emita una opinión. Inevitablemente también cree que el problema del fraude de 2019 estuvo en invitar a la auditoría de la OEA.

Cuando los puñales en la palabra -los serruchos según el expresidente Morales- se apoderan de la escena, se ratifica que aparte de las protestas y la movilización social, la única oposición que puede afectar al MAS es la de sus peleas internas, porque no tiene rivales al frente.
Una prueba de ello es que ninguna bancada o jefe político ha planteado un juicio por prevaricato a los miembros del TCP que impusieron su palabra por encima de la Constitución y de la soberanía popular y de los actuales que no anulan esa decisión golpista.

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