28 de octubre de 2022, 4:00 AM
28 de octubre de 2022, 4:00 AM


Cada vez que me siento a escribir esta columna, si ya tengo el tema definido, las investigaciones bibliográficas efectuadas, las entrevistas realizadas y todos los datos que me harán falta, redactarla es un momento placentero porque todo fluye muy rápido y de manera natural. Es como que la información obtenida ha estado suficientemente rumiada en mi cabeza y los párrafos van saliendo en orden y de manera sistemática. Me tomo algún tiempo para elegir el adjetivo más preciso, para evitar caer en lugares comunes, y en lo posible, intento encontrar una apertura atractiva y un cierre contundente. Detalles en los que me entretengo y disfruto.

Sin embargo -como está ocurriendo hoy-, si no tengo un tema claro, y por lo tanto, no he realizado investigaciones bibliográficas, tampoco entrevistas para recabar información y no tengo elementos novedosos que sorprendan o puedan interesar a algún lector, el momento de la redacción no es entretenido ni grato, todo lo contrario, puede ser angustiante y desagradable porque los tiempos de entrega que me he impuesto los cumplo siempre a rajatabla. Esa es una de las desventajas de quienes padecemos de obsesiones y manías.

Además, siento que las circunstancias en las que estamos viviendo: bloqueando calles; sentados en las barricadas; confinados en casa, rememorando o reviviendo la complicada reclusión pandémica; atentos a cualquier información sobre la solución del conflicto; angustiados por la incertidumbre de una medida de plazo indefinido; bombardeados por desinformación, rumores y manipulaciones de noticias con intenciones dudosas; percibiendo una mayor polarización entre regiones; escuchando declaraciones y posiciones radicales, racistas, xenófobas… hacen que no solo no tenga ganas de escribir nada, sino que mis reflexiones se vean ensombrecidas de pesimismo, desánimo y desesperanza.

Hay una frase de Fernando Pessoa (Libro del desasosiego, 1984), que aunque está escrita en otro contexto, resume de manera muy certera mi estado de ánimo en el momento en el que escribo estas líneas: “El corazón, si pudiese pensar, se pararía”.

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