Opinión

Don Sefito

17 de julio de 2020, 3:00 AM
17 de julio de 2020, 3:00 AM

La vida de don Seferino Álvarez Bejarano (1950-2020), portero de la Casa de la Cultura “Raúl Otero Reiche”, ha sido un testimonio de servicio, entrega, amabilidad y decencia. Esta maldita pandemia nos está arrebatando a personas nobles y buenas. 

Muchos que no lo conocían, han debido estar sorprendidos por la cantidad de personas que asistíamos al Facebook Live, organizado por un colectivo de artistas y patrocinado por el municipio de Santa Cruz de la Sierra, donde diversas figuras del quehacer cultural emitieron emotivos mensajes y dedicaron representaciones artísticas en homenaje a don Seferino. Se seguirán recibiendo contribuciones para la familia Álvarez a la cuenta de ahorro 1310130384 del Banco Ganadero, a nombre de Luis Freddy Álvarez Saldaña (hijo de don Seferino) con C.I. 5845690 SC.

No es muy común constatar tantas coincidencias de criterios y opiniones sobre la personalidad y el comportamiento de un servidor público, que, además cumplía funciones en la base de la pirámide organizacional, donde su único poder era el de guardar en su bolsillo las llaves del candado de la puerta de ingreso de un centro cultural. O como lo escribió Fernando Sejas, del diario paceño Página Siete, en su edición del 29 de abril de 2018, para su sección Identikit: “El guardián de la cultura (de la Casa de la Cultura)”.

Don Sefe, don Sefo o don Sefito —como le decíamos todos—, natural del cantón Guadalupe, de la provincia Vallegrande, fue un hombre muy dedicado a su trabajo, en casi cuarenta años de servicio público. Sin embargo, lo que lo caracterizaba y era su marca personal, fue su cálida sonrisa. Dicen que la sonrisa tiene un poder mágico, la de don Sefito era angelical. A través de esa tierna sonrisa se podía percibir la nobleza y la transparencia de su alma.
En él había, además, una natural predisposición a servir, a ser útil, a entregarse a los demás. Recuerdo en más de una ocasión que, deteníamos nuestro vehículo frente a la casa de la cultura con cajas de libros para una presentación, y él -sin que sea su obligación-, bajaba a la calle para darnos una mano porque estaba prohibido estacionarse. En otra oportunidad, cuando yo esperaba impaciente la llegada de una autora que ya tenía casi media hora de retraso para iniciar un conversatorio, lo vi, encorchetado, ayudándola a subir las gradas porque el alto de sus tacos se lo impedían. Y al llegar al hall de acceso, me dijo en voz baja —con cierta complicidad—, como para que se me pase el enojo: “aquí la tiene, don Cortez”.

Son muchos los testimonios y anécdotas que ilustran la amabilidad, gentileza y honestidad de este hombre de bien, de un servidor público ejemplar. “La Casa”, durante muchos años, fue un refugio para niños, adolescentes y jóvenes que tenían en don Sefe a un protector y defensor. Su innegable nobleza generaba respeto, confianza y gratitud, entre padres y apoderados de estas generaciones en formación.

Don Sefito nos ha mostrado con su vida la grandeza de la sencillez. Extrañaremos su sonrisa de bienvenida al subir las gradas de ingreso a la casa de la cultura. Una contagiosa sonrisa que fue llave para abrirnos su corazón que ahora palpita en nuestros recuerdos.

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