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27 de diciembre de 2022, 4:00 AM
27 de diciembre de 2022, 4:00 AM


Guillermo Bretel

El economista, Antonio Saravia, y el ex jefe de Unidad Nacional y empresario, Samuel Doria Medina, han iniciado un debate intelectual más que interesante y provechoso para la construcción de una mejor Bolivia. Sin duda, este intercambio de ideas alimentará la discusión pública –tan escasa en nuestro país y tan importante para la democracia. Por eso, revisemos las fortalezas y debilidades de los argumentos planteados.

Refiriéndose a un discurso vertido por Doria Medina en el festejo de los 19 años de Unidad Nacional, Saravia percibió en este la falta de una visión clara de país. Haciendo una analogía futbolística, indicó que un buen partido político no consiste en juntar a los políticos o tecnócratas más competentes, sino en su compromiso con una visión de país específica, independientemente de las cualidades de quien lo conforme. Su idea de partido político o de función pública es ciertamente un tanto anticuada. Cuando se toman decisiones políticas, un Estado moderno o desarrollado difícilmente sigue un libreto basado en una “idea de juego”, pues el avance científico y tecnológico nos permite, hoy por hoy, elaborar políticas públicas basadas en una realidad empírica, en proyecciones y en análisis de impactos, entre otros. En ese marco, el mundo político difícilmente puede entenderse hoy en día como un campo principalmente ideológico, aunque el populismo de América Latina nos intente hacer creer lo contrario. 

La respuesta de Doria Medina, por su parte, tiene la virtud de establecer que en su interés residen problemas reales –aquello de lo que precisamente se ocupa la ciencia– y no así en cuestiones ideológicas. No obstante, hay que destacar la mirada crítica de Saravia frente a las ambigüedades de Doria Medina, quien, a pesar de estar progresando en la comunicación de su visión de país, aún no es capaz de expresar con claridad el alcance de sus ideas a favor del mercado libre y de las políticas sociales. Aunque apela a un eclecticismo bastante saludable, la falta de principios rectores en su modelo de administración pública es una desventaja política cuando se trata de conquistar al electorado. Ni tanta rigidez ni tanta maleabilidad son cualidades esenciales de un político exitoso, tanto en la conquista de las masas como en la administración pública. 

Asimismo, hay que conceder el sesgo estatista que Saravia percibe en Doria Medina, particularmente al referirse a las “empresas estratégicas” del Estado. Ciertamente es destacable el reconocimiento de que un proyecto de desarrollo debe ir más allá de variables estrictamente económicas, como más bien sería del agrado de Saravia, quien ve al Estado apenas como protector de los derechos de propiedad e igualdad ante la ley, en concordancia con el liberalismo clásico. No obstante, ambas argumentaciones presentan problemas. 

Por un lado, Doria Medina es bastante ambiguo al definir en qué consiste una empresa estratégica, además de considerar la supervivencia de las empresas no-estratégicas una cuestión de autosuficiencia. La palabra “estratégica” quiere decir, según la Real Academia Española, “de importancia decisiva para el desarrollo de algo”. Por tanto, para ser decisiva para el desarrollo de una sociedad, una empresa tendría que ajustarse mínimamente a lo que en economía se conoce como bienes públicos. Una empresa fuera de esta concepción estaría simplemente compitiendo de manera desigual con las empresas privadas, lo que no solo es innecesario con respecto a su función, sino que normalmente terminan constituyéndose en monopolios de mal servicio y una carga económica para los bolsillos de los contribuyentes. Doria Medina descarta la privatización de “empresas no-estratégicas” porque causaría despidos, construyendo una falsa dicotomía entre privatización o estatización. ¿Es qué no existen otras modalidades empresariales exitosas, como, por ejemplo, las cooperativas o las asociaciones público-privadas?
Por otro lado, la visión de Estado vigilante de Saravia no responde más al liberalismo moderno, como el defendido por Friedrich Hayek o James M.

 Buchanan. Hayek considera la asistencia social de emergencia a través del Estado como un “deber moral de la comunidad”, además de no encontrar razón que le prohíba a este invertir en salud o educación, conforme el crecimiento económico lo vaya permitiendo. Buchanan, por su parte, advierte la importancia de medidas temporales de transferencia de renta concebidas con el objetivo de mantener el orden liberal, siempre y cuando estén fijadas como reglas generales y abstractas en el contrato social. A esta argumentación prudencial se le suma la justificación de Hayek para la protección mínima del individuo a través del Estado, la cual, desde su perspectiva, contribuiría a mantener la libertad de contratación y transacción en el mercado. Pasando de la teoría política a la realidad empírica, se puede apreciar un resultado similar.

 Dentro de la tipología de Gøsta Esping-Andersen sobre los modelos de Estado de bienestar, incluso en el modelo de Estado liberal, donde el mercado tiene un rol sobresaliente y por ende existe un grado mayor de comodificación que en los Estados de bienestar conservadores y socialdemócratas, se cumplen funciones que van mucho más allá de garantizar la seguridad jurídica e igualdad ante la ley. Ejemplos de estos países son Australia, Nueva Zelanda, Reino Unido, Canadá y Estados Unidos.

En este marco, se puede apreciar que la ortodoxia de Saravia acarrea tal economicismo, que variables como la estabilidad social y política, así como los sentimientos morales – argumentos también presentes en el liberalismo– quedan ignorados. Doria Medina tiene la inteligencia de reconocer la importancia de estas variables con miras a la sostenibilidad de sus ideas de políticas públicas, incluso haciendo alusión a la “genialidad” propuesta por el FMI en meses pasados, que sin duda hubiera ocasionado una catástrofe social y política. Sin embargo, esto no significa que no se deban hacer grandes ajustes en la política económica del país, especialmente en lo concerniente al gasto público excesivo e insulso; algo en lo que Doria Medina parece un tanto condescendiente. Para que la implementación de políticas públicas sea que exitosa, empero, es esencial no perder de vista la realidad de la calle; si no, habrá que consultarle al expresidente Gonzalo Sánchez de Lozada. 

Por último, Saravia intenta construir un falso debate entre visiones exclusivamente socialistas o liberales de la política económica, cuando asevera que, si el Estado se ocupa de disminuir las brechas sociales, desatiende la creación de incentivos individuales para la generación de riqueza. Esta idea constituye un dilema inexistente, porque ignora por completo la realidad empírica de los Estados desarrollados alrededor del mundo. De hecho, los Estados más prósperos son aquellos que saben combinar las políticas pro-mercado con las políticas sociales, no obstante sus variaciones a nivel de decomodificación y crecimiento económico. Lo cierto es que no hay un país desarrollado que se enfoque solamente en lo uno o lo otro; en la tipología de Esping-Andersen, hasta los Estados más liberales son apenas sistemas mixtos en la realidad empírica.

 El espectro varía desde las democracias sociales escandinavas, pasando por la economía social de mercado alemana, hasta el liberalismo neozelandés. Y sí, ninguno de estos modelos es apenas socialista o liberal. Saravia advierte, además, que el Estado no puede proteger a las nuevas generaciones. Sin embargo, la política estrella del partido liberal en Alemania (FDP), integrante del gobierno de coalición, es –por citar solamente un ejemplo– la protección de las generaciones futuras mediante un freno al endeudamiento (“Schuldenbremse”), bajo el convencimiento de que las deudas de hoy son la pobreza del mañana. Por tanto, protección social no tiene por qué implicar necesariamente transferencia de renta.

En conclusión, tanto la argumentación de Doria Medina como de Saravia tiene virtudes y debilidades. Si bien el político de UN tiene una visión más amplia de la administración pública –la cual goza de un gran sentido de realidad empírica–, sus ambigüedades todavía dejan entrever cierta indulgencia estatista que contradice al pragmatismo funcionalista que busca comunicar. Saravia, por su parte, es víctima de toda su “expertise” en crecimiento económico, que no le permite visualizar variables de estabilidad social y política, aunque sus observaciones críticas respecto a la falta de claridad y al excesivo estatismo de Samuel sean bastante concisas. Lo cierto es que todo escepticismo es importante –sea frente al Estado o frente al mercado– porque ese escepticismo alimenta el pensamiento crítico y nos permite participar en un debate como este, más que provechoso para la construcción del futuro de nuestro país.