12 de octubre de 2022, 4:00 AM
12 de octubre de 2022, 4:00 AM


Desde hace más de dos siglos, teóricos y académicos que analizaron la relación entre los procesos sociales y el Estado, dividieron artificialmente los campos de la política y la economía -inherentes a las sociedades humanas- abriendo entre ambos una profunda brecha ideológica que se convirtió finalmente en dicotomía. Esos hacedores de significados concluyeron que para el capitalismo lo primordial, en la organización de los países, eran las reglas de la economía; mientras que, para el socialismo, la política era el ámbito donde se definían las formas, sistemas y modelos socioeconómicos.

Esta separación compulsiva, -a la que la propaganda simplificó como derecha e izquierda- le dio explicación a la Revolución Industrial y a la Comunista; sustentó los motivos de la Guerra Fría y, de alguna manera, moldeó la historia del siglo XX. En nuestro país como en varias naciones latinoamericanas, la confrontación entre estas visiones generó épocas de crisis, violencia e inestabilidad, definió la tendencia extractivista de la economía y originó la dinámica pendular de nuestros gobiernos.

En 1992, en su ensayo El fin de la historia y el último hombre, Francis Fukuyama intentó redefinir este modelo mental postulando que, tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, la época de las ideologías había terminado y se había impuesto en el mundo la democracia liberal, un modelo integral sustentado en el libre mercado, gobiernos democráticos y derechos individuales.

Aunque las ideologías radicales sobreviven hasta hoy, el avance irrefrenable de la democracia y las grandes conquistas en materia de derechos humanos; el mejoramiento de las economías basadas en la iniciativa individual; la emergencia de modelos de organización laboral y empresarial distintos a los que imperaron en los siglos XIX y XX; y la transformación del patrón industrial clásico como consecuencia de la globalización y el desarrollo tecnológico, reordenaron nuestro mundo en la dirección que previó el politólogo norteamericano.

Hoy en día, pese a la obstinación de los cultores de la lucha de clases, la realidad está evidenciando que ambas dimensiones -economía y política- no pueden separarse y menos enfrentarse, y que el intento de imponer una sobre otra en la planificación del desarrollo, genera inevitablemente confrontación, injusticia y atraso. 

La humanidad se rige ahora por perspectivas y objetivos que han trascendido el maniqueísmo ideológico y la historia ha demostrado incuestionablemente que los países que lograron mayor bienestar para sus pueblos, son aquellos que optaron por una visión integradora que se orienta por resultados prácticos y no por interminables discusiones ideológicas.

Así como hay factores negativos en el nuevo orden, como los desequilibrios del bienestar, los peligros medioambientales y la reaparición de las pandemias y las guerras, también hay causas transversales que nos unen, como los derechos de las minorías, la igualdad plena, el respeto por la naturaleza, el desarrollo humano y la inclusión. Tanto para enfrentar estos nuevos problemas como para alcanzar los objetivos, es imprescindible terminar con las visiones contrapuestas que impulsan las contradicciones y la división, y dirigir nuestras energías hacia los comportamientos que prefieren la cooperación, la articulación y la unidad.

Pese a que nos alcanza a todos, este desafío va dirigido sobre todo a los que gobiernan y legislan, es decir los políticos profesionales, sobre quienes recaen actualmente los mayores cuestionamientos y quienes deben reordenar sus interpretaciones, a riesgo de ser reemplazados o invisibilizados por sociedades cada vez más decepcionadas y alejadas de su discurso y su liderazgo.

Coincidentemente, el propio avance de la ciudadanía ha encontrado en la institucionalidad democrática, el mecanismo para articular estas realidades. Así, en los países donde se ha disminuido la discrecionalidad de los individuos y los partidos que administran el Estado, y se ha fortalecido el papel de las instituciones, las confrontaciones y los desencuentros entre la economía y la política, han dado paso a una mayor eficiencia y una mejor articulación que termina beneficiando a los agentes económicos, el Gobierno y la propia población.

Sin embargo, el enunciado y la evidencia no son suficientes. Es necesario que la ciudadanía organizada, cada vez más empoderada y dinámica, reoriente las ideas y los axiomas con que la clase política ha impuesto normas y gobernado, rompiendo de una vez por todas esa tendencia arcaica de dividir, enfrentar y polarizar, especialmente si involucra aspectos tan naturales e inseparables en la cotidianidad social como la economía y la política.

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