14 de septiembre de 2022, 4:00 AM
14 de septiembre de 2022, 4:00 AM


La llegada a la Presidencia de Gabriel Boric, en marzo pasado, se produjo mediante un método similar al de los gobiernos de izquierda radical en América Latina durante los últimos años: construir un relato histórico de revancha, reproducir un fuerte discurso de odio, activar una serie de protestas violentas, proponer un cambio de stablishment, cuestionar la Constitución e indicar que su reforma implicaría una “solución” (término muy pretencioso) a los grandes problemas de la sociedad mediante la deliberación de un pueblo sediento de “justicia social”.

Para llevar a cabo este cometido de “refundar” el país, correspondería un proceso constituyente en el cual los representantes electos redacten un proyecto de texto constitucional que sea aprobado mediante un referéndum.

Al menos, eso fue lo que sucedió en Venezuela con la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999, en Bolivia con Evo Morales en 2006, y en Ecuador con Rafael Correa en 2007. Estos movimientos de izquierda radical tenían como su gran propuesta de cambio crear una “nueva” Constitución (se rehusaban a usar el término adecuado de “reforma constitucional” por motivos propagandísticos) mediante procesos constituyentes en los que aseguraban que era posible debatir todo (a pesar que los Estados ya habían ratificado una serie de tratados internacionales; en especial, en materia de derechos humanos). Este discurso demagógico generó intensos debates (la mayoría estériles) y muchas expectativas en una sociedad ávida de mejores días. No obstante, un nuevo texto constitucional no precisamente implica una mejora en la vida de la gente, ese es un hecho que al pueblo venezolano le consta.

En octubre de 2020, en Chile se llevó a cabo un plebiscito para establecer si la sociedad estaba de acuerdo con iniciar un proceso constituyente que redacte un proyecto de Constitución. Ganó la opción del Apruebo, y además se eligió que el órgano para dicho proceso sea una Convención Constitucional cuyos integrantes sean electos por voto. Desde el inicio, en julio de 2021, la Convención fue copada por la extrema izquierda, la cual incurría en una fuerte discriminación política contra los otros representantes de la sociedad. Luego, en marzo de 2022, cuando Boric asumió la Presidencia, apoyó a los extremistas de la Convención, quienes se dedicaron a imponer y no a debatir los artículos del proyecto de Constitución. En suma, el Gobierno de Boric se jugó todo por la aprobación de la “nueva” Constitución.

En una entrevista, Boric señaló su “cercanía ideológica” con el ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera. De hecho, esto fue notorio porque no solo los miembros más radicales de la Convención, sino también sus ministros de mayor confianza Izkia Siches y Giorgio Jackson (recientemente destituidos de sus cargos por su mal desempeño) planteaban que Chile debiera convertirse en un “Estado plurinacional e intercultural” en el que se establezca: las Autonomías Regionales Indígenas, la consulta previa para los pueblos indígenas, y la Justicia originaria (sin determinar materias). Toda esta serie de facultades y atribuciones en favor exclusivo de los indígenas –sin establecer delimitaciones– se constituyen en una vulneración al principio de igualdad ante la ley, lo cual fue entendido por el electorado como un texto constitucional que establecía ciudadanos de primera y de segunda categoría.

Por otro lado, el texto también contenía disposiciones ambiguas en cuanto a la propiedad privada, el cierre del Senado y el surgimiento de una Cámara de las Regiones sin precisar cómo sería compuesta. Todos estos factores generaron que, en el referéndum de la semana pasada, un 62% de la gente rechace el proyecto de Constitución, convirtiéndose en una resonante derrota del Gobierno de Boric. Este hecho marca un hito mundial porque es la primera vez que una sociedad pide una reforma constitucional –vía referéndum– y la rechaza por el mismo procedimiento.

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