25 de noviembre de 2022, 4:00 AM
25 de noviembre de 2022, 4:00 AM


Todavía no había amanecido, cuando una sonora notificación del celular me sacó de ese último tramo de sueño que tanta falta me hacía. A propósito, para evitar la excesiva dependencia al dispositivo móvil -que genera una adicción conductual-, lo tengo enchufado a varios metros de mi cama y con todas las aplicaciones silenciadas. Me levanté para sacarme la curiosidad sobre quién o qué podía haber generado ese inoportuno pitido, y grande fue mi sorpresa al ver que el aviso era de una red de mensajería que nunca uso (Telegram, de origen ruso), pero lo más sorprendente fue ver que el nombre de un pariente político, recién fallecido, era el que se había unido a esta red (“NN joined Telegram”) y fue quien provocó ese agudo silbido en mi aparato celular.

Como no creo en el más allá, terminé de despertar preguntándome: ¿qué pasa con nuestra vida virtual cuando dejamos de existir?, ¿quién se hace cargo de nuestro teléfono móvil, desde donde todavía podemos emitir mensajes como si estuviéramos vivos?, ¿quién cerrará mi cuenta de correo electrónico o dará respuestas a mensajes de quienes no se han enterado que ya no estoy vivo y me siguen escribiendo?, ¿qué pasa con mis cuentas en redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, etc.)?, ¿y mi usuario y contraseña de la banca electrónica?, ¿quién cancelará el servicio de débito automático que tengo solicitado en diversos lugares para hacer mis pagos rutinarios (servicios públicos, suscripciones, cuotas de clubes y membresías, etcétera), ¿a dónde irán mis fotografías, videos y archivos que tengo guardados en una nube del ciberespacio?

A la muerte conocida, es decir, al fin de la vida, habrá que agregarle otra: la muerte digital, que no necesariamente termina en simultáneo con la primera. Hay muchos asuntos personales que nos sobreviven en internet y parecen prolongar nuestra existencia en este mundo. Del “más allá”, no tenemos ninguna certeza, sin embargo, el “más allá digital” es una realidad perceptible (no diré, concreta ni tangible, para no parecer exagerado). Pero, está claro que así como se tiene que hacer muchos trámites médicos, legales y protocolares posteriores a un deceso, los herederos de un fallecido deben hacer algunas gestiones con su huella digital presente en el mundo virtual (fotos, vídeos, comentarios, cuentas de usuario registradas, suscripciones, redes sociales, blogs, contraseñas de dispositivos, webs y dominios, cuentas de correo electrónico, dinero virtual, información y archivos almacenados en la nube, entre otros).

Aunque todavía no es común en nuestro medio, ya existe lo que se llama un “testamento digital”, donde el fallecido deja registrados sus nombres de usuario, claves y contraseñas para gestionar su huella digital y proteger su privacidad después de la muerte. Las diferentes redes sociales tienen un protocolo que permite eliminar cuentas o crear un perfil conmemorativo del difunto para preservar su identidad y memoria digital. Junto a esta nueva figura legal, aparece también el “derecho al olvido”, que es el derecho a impedir la difusión de información personal a través de internet, es decir, limitar la propagación de datos personales en los buscadores cuando la información es obsoleta o ya no tiene relevancia ni interés público, aunque la publicación original sea legítima.

Un despertar sobresaltado me hizo pensar y escribir sobre lo que podría pasar el día después. Para quienes esperan ser recordados siempre, los avances tecnológicos les permiten esta última vanidad. Aunque si uno lo piensa bien, en este mundo cada vez más virtual, frente a la inevitable muerte, ya no quedará ni el consuelo del olvido.

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