16 de noviembre de 2022, 4:00 AM
16 de noviembre de 2022, 4:00 AM


Analizar la conducta de un Estado que, de manera sistemática y planificada, ejerce acciones de violencia contra su población, vulnerando sus propias leyes y principios constitutivos, es una tarea compleja e incierta porque implica entender una contradicción esencial en la naturaleza y fines de esa entidad.

La definición de “terrorismo de Estado” ha dividido a los cientistas políticos entre quienes señalan que tal figura es inexistente porque son las personas las que, desde la función pública, atentan contra su pueblo; los que asumen que esta forma de terrorismo solo se puede ejercer en contra de otra nación y aquellos que creen que la violación ex profeso de los derechos colectivos por parte del Estado no puede considerarse sino terrorismo. Estos últimos lo definen como “la práctica del Estado, a través de sus gobernantes, de reprimir, hostigar y perseguir a su población de modo sistemático, para poder dominarla a través del temor, evitando cualquier acto de resistencia”.

Más allá de estas discrepancias teóricas, lo cierto es que la figura descrita existe y se aplica de modo cada vez más frecuente en países que presentan una profunda debilidad institucional o que están conducidos por autocracias. Este modo inicuo de ejercer el poder ha dejado experiencias aterradoras en la historia reciente, como los fascismos de Europa, Unión Soviética y China; las dictaduras de Argentina y Chile; los regímenes de Cuba, Venezuela y Nicaragua, entre muchos otros, responsables todos ellos de haber diseñado y ejecutado masivas violaciones de derechos humanos contra poblaciones, etnias u organizaciones sociales de sus propios países, solo por el hecho de ser, pensar, vivir o parecer diferentes.

La globalización informativa, el avance del derecho internacional y la vigencia de la democracia han sido instrumentos para disminuir la violencia endógena de los Estados pero no para detenerla. De hecho, la emergencia de las tecnologías de la comunicación, el empoderamiento y cooptación partidaria de sectores sociales y la anulación de la separación de poderes en regímenes populistas han sofisticado los métodos con que se ejerce esta forma de persecución selectiva.

Una primera señal que nos permite identificar al terrorismo de Estado en un país es la aparición del discurso del odio, consistente en la multiplicación de agresiones verbales, repudio, amenazas y descalificaciones oprobiosas proferidas por las autoridades y funcionarios de gobierno contra una determinada población o grupo ciudadano. La guerra verbal, basada en mentiras y estereotipos, concentrados en frases simples y agresivas, es replicada por legisladores, partidarios y sectores sociales afines al poder estatal, endilgando al grupo objetivo la calificación de enemigos del país, del Gobierno o de la sociedad, usando para ello los medios del Estado, la prensa y las redes sociales.

Paralelamente se afecta la economía de la población “enemiga” a través de normas injustas, seguidas de cercos, bloqueos, tomas de propiedades o cierres de sus instituciones, organizaciones o empresas, y cortes de energía y suministros, acompañados de silenciamiento de los medios independientes y hostigamiento sistemático a los que cuestionan tales iniquidades. Finalmente se recurre a medidas más funestas como las detenciones arbitrarias, represiones violentas usando a la Policía y a grupos de choque, vandalismo e intervención del Ejército.

Las acciones de terrorismo no se concentran en una población específica, sino que alcanzan a grupos más amplios, siguiendo el método del infame general argentino Ibérico Saint James: “Primero tras los subversivos, luego contra quienes los apoyan, después contra los que simpatizan y finalmente contra los indiferentes y los tímidos”. El objetivo es destruir al adversario, su voluntad, sus ideas, sus recursos y su prestigio, y dejar un precedente imborrable para que nadie más ose enfrentar al poder o demandar derechos.

Un recurso necesario para esta práctica es la garantía de impunidad, que se asegura usando al sistema judicial controlado, que aplica la rigidez de las normas para los adversarios y libera de culpa a los victimarios. A esto se suma una campaña de desinformación constante, la toma del territorio del adversario y el hostigamiento a quienes cuestionen al régimen.

No hay justificativo para estos métodos nefastos, pese a los mitos sobre “la razón de Estado” o la “seguridad nacional”, que son interpretaciones medievales o razones sin sentido tras las que se ocultan gobiernos totalitarios que han perdido legitimidad.

Frente a estas prácticas solo queda la denuncia ciudadana, la unidad y la resistencia civil, métodos que han aplicado y seguirán aplicando las poblaciones víctimas de estas formas nefastas, brutales e inaceptables del ejercicio del poder.

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