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29 de julio de 2022, 4:00 AM
29 de julio de 2022, 4:00 AM

¿Quién, en los últimos años, no ha sido víctima o victimario en alguno de los muchos temas que polarizan a la sociedad boliviana (masistas-nomasistas, collas-cambas, socialistas-liberales, izquierda-derecha, originarios-mestizos, etc.)? ¿cuántos grupos de amigos o familiares han sufrido abandono de participantes cuando se tratan asuntos en los que parece difícil ponerse de acuerdo? ¿cuántas veces hemos escuchado “mejor no hablemos de eso” y nos hemos autocensurado para evitar conflictos?. Aunque parece ser un fenómeno que se repite en todo el planeta, ¿por qué se ha agudizado tanto la polarización política en Bolivia?.

Divergencias y discrepancias han existido siempre, pero no en los niveles de generar polos opuestos que hacen difícil la convivencia pacífica y civilizada. La polarización se nutre de las diferencias sociales, las desigualdades económicas, los credos religiosos, las cuestiones identitarias y culturales que se agravan cuando hay un clima de frustración y falta de perspectivas de los miembros de una sociedad. A esta realidad se suman discursos altisonantes y radicales de líderes con razonamientos simplistas y demagogos, medios de comunicación (en su gran mayoría) que son caja de resonancia de esas irresponsables declaraciones y un gran público con ausencia de pensamiento crítico que a través de redes sociales emite opiniones presurosas y con poca reflexión.

En este contexto es comprensible que surjan líderes populistas, antisistema o ultras -de todas las tendencias-, que simplifican la política a un juego de suma cero (estás conmigo o contra mí, malos versus buenos) con propuestas dicotómicas, redentoras, inmediatistas y demagógicas que seducen a un electorado desesperado, impaciente y frustrado. Además, el populismo le ha buscado a la mentira diversos eufemismos para practicarla sin descaro: fakenews, desinformación o posverdad. Bajo esta política binaria, negro o blanco, desaparecen los espacios de diálogo y se estimula la polarización. Los populistas apelan a los instintos o emociones más básicas para reforzar su voto duro.

Los medios de comunicación, cada vez más sensacionalistas, informan para una audiencia segmentada. En un mundo multiplataforma y de sobresaturación informativa limitan lo noticiable a lo espectacular, apuestan sedientos a cualquier diatriba polarizante que llame la atención a públicos hiperemocionales que asisten a una puesta en escena donde las manifestaciones extremas, la deshumanización del contrario, la adjetivación, el antagonismo constante garantizan alta audiencia, repercusiones y marcan tendencias.

La inmediatez -y en muchos casos, el anonimato- de las redes sociales, donde nos expresamos de manera más intensa, personal y casi sin filtro, impide la búsqueda de consensos a nivel de la sociedad civil. En nuestra burbuja digital, la interacción con personas que sienten y piensan parecido, que comparten un mismo imaginario, se refuerzan prejuicios y creencias y hay poco o ningún espacio para los grises o colores intermedios. Las nuevas tecnologías fomentan el enfrentamiento, y los ciudadanos, con nuestro sesgo de confirmación huimos del esfuerzo mental que supone incluir los grises en el debate público. La disidencia puede provocar un linchamiento mediático a quien se atreva a ejercerla.

Estamos inmersos en una espiral perversa y destructiva: consumimos narrativas polarizadas, la prensa las reproduce con fines comerciales y cuanto menor es la educación de la población más fácil es conectar con los cantos de sirena de los extremos, llenos de mensajes primitivos y altamente emocionales. Necesitamos de todas las tonalidades, un arcoíris de colores; espacios intermedios para escucharnos, ser empáticos y reconstruir diálogos, pactos, entendimientos; dejar el escenario de bloques y bloqueos. La polarización empieza y acaba en el mismo punto: en nosotros mismos.

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