1 de septiembre de 2022, 4:00 AM
1 de septiembre de 2022, 4:00 AM


No tengo precisión del tiempo que llevo escribiendo esta columna, pero estoy seguro que he rebasado las dos décadas. De cuando en cuando, y siempre que la ocasión me lo permite, experimento con las reacciones de la gente, especialmente ante el uso del idioma.

Eso pasó la anterior semana, cuando la ocasión fue propicia para ponerle al artículo un título tan sugestivo como “El pene de Napoleón”, aludiendo a las reacciones en Brasil por los homenajes que recibió el corazón del emperador Pedro I.

Desde luego que ese artículo tuvo un alto nivel de lectura, pero, además, hubo reacciones de indignación por el uso del nombre. Lo más gentil que me dijeron fue “te pasaste con el titular de tu columna, burdo eres”.

¿Habrá sido así? “Burdo” es “tosco”, “basto” y “grosero” y yo no recuerdo haber encajado en esos adjetivos porque, en realidad, utilicé una palabra que solo es grosería cuando se pronuncia en contextos libidinosos. En todas las demás situaciones, “pene” es el nombre del órgano genital masculino y debería usarse sin problemas, igual que cualquier otra parte del cuerpo humano, como la lengua, el pie o los dedos.

Pero no. Pese a que son necesarios para la perpetuación de la especie, a los seres humanos nos da pánico llamar por su nombre a nuestros genitales. Les podemos encontrar varios sobrenombres, como “pipilín”, “tetera” o “pájaro”, pero no usaremos el verdadero, el real, porque nos incomoda, o aterra, hacerlo.

Lo mismo pasa con la vagina, que muy rara vez es presentada públicamente así. Para esta parte del cuerpo de la mujer abundan los apelativos y algunos de ellos son hasta malsonantes. Le dicen “raya”, “araña”, “concha”, “sapo”, “rana” o “chupila”; cualquier cosa antes de usar su verdadero nombre.

¿Por qué tanto miedo a nuestro propio cuerpo, a nuestra sexualidad que, en definitiva, tiene función reproductiva? Parece que tiene algo que ver con esa vocación de eufemismo de los bolivianos, que hace que nos guste cambiarles el nombre a las cosas.

Así, en lugar de “panadero” decimos “panificador” y, con la excusa de la lucha contra la discriminación, hemos hecho desaparecer a las empleadas domésticas y, en su lugar, pusimos a las trabajadoras del hogar. Lo mismo ha pasado con los albañiles, que ahora son trabajadores en la construcción, o los carpinteros, a los que se les dice artesanos en madera.

Pero donde más se usa estos eufemismos es en el crimen organizado, al que llamamos “política” y en el que cualquier delincuente pasa a ser “honorable” por el simple hecho de haber asumido un cargo electivo.

En ese mundo en el que se roba celulares con la misma facilidad que se deja reliquias en prostíbulos, se puede cambiar el nombre a una renuncia, y pasar a llamarla “golpe de Estado”, pero eso ya no es eufemismo sino simple y llanamente una pendejada.

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