25 de noviembre de 2022, 4:00 AM
25 de noviembre de 2022, 4:00 AM


Si algo hace más difícil la medida del paro indefinido -en sí misma costosa, sacrificada y con severas consecuencias económicas- es la intolerancia, los abusos, los excesos y en ocasiones la violencia que instalan las personas junto a sus llantas o pititas en los puntos de bloqueo. Esto, que en las primeras semanas de la medida no existía, ha comenzado a expandirse de una manera dramática en los últimos días y es tema de conversación y queja de los cruceños que sufren los atropellos.

El paro es una medida pacífica por definición. Así lo han demostrado los ciudadanos en las anteriores ocasiones en que hubo que cruzar banderas de acera a acera o apostarse en vigilias de día o de noche para garantizar el cumplimiento de la protesta.

Si una virtud tienen hasta aquí los paros cruceños, a diferencia de medidas similares que suelen aplicarse en otros lugares del departamento o de otras regiones, es su carácter respetuoso, creativo y en ocasiones hasta festivo cuando se acompaña la guardia en calles y rotondas con reuniones familiares y de amigos, con algún taquirari o chobena tradicional sonando de fondo. ¿De dónde aparecen hoy, por tanto, esos energúmenos con palo y bolo inflando cachetes que golpean bicis o motocicletas y amenazan con extender el golpe a la humanidad del ocasional transeúnte?

¿Qué bien le hacen al paro las actitudes agresivas y amenazantes de aquellos reyezuelos que desde sus tronos de acera gritan amenazantes a quien se acerca para que vaya a darse una vuelta o buscarse la manera de encontrar un paso rumbo a su destino?

Y los que pinchan llantas, ahora incluso de inofensivas bicicletas o siembran de vidrios el asfalto o cambiaron las pititas por alambres de púa, ¿a qué nueva categoría de cruceños que protestan pertenecen? ¿Adónde pertenecen esos grupos de encapuchados que intimidan a gente inocente en pleno centro de la ciudad? De cualquier lado que sean no hacen parte de la lucha noble de Santa Cruz.

Como ellos, hay otros que no entienden ni siquiera razones de emergencia y pese a los ruegos impiden la circulación de ambulancias; se ha conocido casos de personas que ni siquiera ante la evidencia del enfermo o la mujer embarazada permitieron el paso hacia un centro de salud o de retorno a su domicilio.

Están también los que cobran con el argumento del dudoso ‘aporte para la olla común’. Si no pagan, no hay paso, o se exponen a tener que escuchar cualquier insulto.

Tendrían los intolerantes que comprender que esas no son las maneras ni de tratar a los otros, ni de hacer prosperar la medida. Al contrario, los abusos desnaturalizan el recurso hasta ahora tan apreciado y efectivo de la cruceñidad. ¿Querrán los violentos que en el futuro nadie quiera iniciar paros en nuevas luchas por temor a volver a sufrir abusos y excesos?

Hace falta entender también que quien necesita movilizarse no lo hace por un afán de pasear, sino por alguna necesidad apremiante que lo empuja a la calle en bicicleta o moto exponiéndose a los riesgos y dificultades. Nadie lo hace ni por molestar o por ociosidad. ¿Por qué a algunos les resulta tan difícil comprender esas urgencias o necesidades vitales?

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