Opinión

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1 de enero de 2021, 5:00 AM
1 de enero de 2021, 5:00 AM

Horatio Gates Spafford fue un abogado quién nació un 20 de octubre de 1828 en Nueva York, y que junto con su esposa Anna, fueron bendecidos con 5 hijos y una considerable fortuna que incluía muchas propiedades en la ciudad de Chicago donde residían. No obstante, la tragedia no tardó en alcanzarlos, no como un pasajero y circunstancial visitante, sino como un permanente miembro de sus vidas.

Cuando su único hijo varón tenía tan solo cuatro años, murió de fiebre escarlata. Un año después, y durante el Gran Incendio de Chicago de 1871, muchas de sus posesiones fueron arrasadas y transformadas en cenizas. En 1873, deciden viajar a Inglaterra a disfrutar de unas vacaciones familiares; sin embargo, negocios de último momento le impidieron a Spafford partir junto al resto de su familia. Es así como mientras su esposa y sus cuatro hijas cruzaban el Océano Atlántico, a bordo del buque a vapor Ville du Havre, éste sufrió un accidente y terminó en el fondo del mar junto con los cuerpos de 226 pasajeros, entre ellos, las cuatro hijas del matrimonio. Tan pronto enterarse de la tragedia, Horatio partió al pequeño puerto de Cardiff, al sur de Gales al encuentro de su esposa Anna, quién había sido rescatada. Durante el viaje, el capitán del barco le indicó al señor Spafford el lugar aproximado donde sus hijas habían perecido.

Contra toda lógica, se dice que en ese mismo momento retornó a su cabina y en vez de llorar y reclamar por tal desgracia, compuso uno de los himnos cristianos más famosos de todos los tiempos que en alguna de sus líneas dice “Cuando la paz como un río atienda mi camino, cuando las penas golpeen como las olas del mar, cualquiera sea mi estado, me has enseñado a decir, está bien, está bien con mi alma”. ¿Cómo entender esa actitud en medio de tanta adversidad? Una vez, al ser consultada sobre eso, Anna dijo que nunca olvidaba las palabras que alguna vez le dijo una amiga, “Es fácil estar agradecido y ser bueno cuando tienes tanto, pero ten cuidado de no ser un amigo de Dios solo cuando hace buen tiempo".

Estudios recientes en neuropsicología han demostrado que cuando somos agradecidos, nuestro cuerpo segrega mayores cantidades de dopamina y serotonina, importantes neurotransmisores responsables entre muchas otras funciones, de mejorar nuestro estado de ánimo.

El Centro de Investigación de la Conciencia Plena de la UCLA, es más claro y afirma que la gratitud cambia las estructuras neuronales del cerebro y nos hace sentir más felices. Otros estudios como los de Russell y Fosha del año 2008 dicen que la gratitud, en cualquiera de sus formas: hacia otros, con uno mismo y/o con Dios puede iluminar nuestra mente, hacernos sentir más felices y tiene un efecto curativo en nosotros. Como alguien alguna vez afirmó “No es el ser felices lo que nos hace agradecidos, sino que una actitud de permanente agradecimiento nos trae la felicidad”. La gratitud, es tan importante que Cicerón dijo que era la madre de todas las virtudes.

Por lo mismo, al terminar un año particularmente duro, en el que todos hemos sido golpeados de alguna manera, es más necesario que nunca recordar las razones que tenemos para estar agradecidos, las que, aunque difíciles de identificar a simple vista, siempre existen. De esta manera y tomados del Señor, podremos decir “que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos.” Y por eso a Dios, damos siempre Gracias.

 

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