9 de noviembre de 2022, 4:00 AM
9 de noviembre de 2022, 4:00 AM


Las Naciones Unidas define al Estado de derecho como “un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a las leyes, y donde se garantiza el respeto a los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal”.

Este principio forma parte indisoluble de la democracia moderna y es uno de los requisitos para la vigencia de los derechos humanos, tanto así que la propia Declaración Universal señala como esencial que estos “sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión…”. En nuestro caso, la Constitución Política incluye este principio en la naturaleza misma del Estado al señalar en su Art. 1º que “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario (…)”.

El Estado de derecho es indispensable para garantizar la justicia y la igualdad, y para proteger al ciudadano de las arbitrariedades del poder, ya que establece que las normas jurídicas están por encima de la voluntad de los gobernantes, incluso de aquellos que elaboran las leyes, las interpretan o las aplican.

Aun aceptando que los principios inherentes a la democracia son procesos perfectibles y en construcción permanente, es evidente que en nuestros países y en particular en Bolivia, la vigencia del Estado de derecho -en tanto supremacía de la ley- está sufriendo un paulatino deterioro, producto de su distorsión e inobservancia sistemática.

Al respecto, la encuesta internacional “Latinobarómetro” en su versión 2020, señala que el 89% de los bolivianos cree que en nuestro país las leyes se cumplen poco o no se cumplen; el 68% cree que no hay igualdad ante la ley y el 74% considera que los ciudadanos no son conscientes de sus derechos y deberes. Las cifras están por encima de la media de la región y expresan la gravedad de un problema que tiene directa implicancia sobre aspectos tan delicados como la confianza en el Estado y la previsibilidad jurídica, condiciones elementales de la vida en sociedad.

Una causa de este descrédito tiene que ver con la deformación del Estado de derecho y su tránsito hacia un Estado de legalidad aparente, es decir un modelo perverso que, partiendo del discurso de la supremacía de la norma jurídica y aprovechando dolosamente el control partidario sobre las instituciones legislativas, crea, transforma y utiliza la ley como herramienta para sostener y reproducir el poder. En términos simples, impone la frase (atribuida a varios autócratas latinoamericanos): “Para mis amigos todo, para mis enemigos la ley”.

Al no existir una separación de poderes, este modelo convierte a las Asambleas Legislativas en maquinarias de producción de infinidad de normas redundantes, contradictorias, inaplicables e incluso nocivas, cuyo contenido nadie conoce ni obedece, pero que el Gobierno dispone a su arbitrio cuando necesita ejercer presión o justificar alguna decisión política. Ejemplos claros son las leyes bolivianas en materia laboral, impositiva, económica, de seguridad y electoral, pero también la Constitución que, por ejemplo, de tener 234 artículos hasta 2004 hoy cuenta con 411, algunos de ellos aún sin aplicarse.

Entre las consecuencias más perniciosas del Estado de legalidad aparente, quizá la más grave es el crecimiento de la informalidad y de la corrupción, ya que la maquinaria jurídica controlada por el poder político, en lugar de garantizar justicia, igualdad y eficiencia, se vuelve un sistema opresivo y de alto costo que obliga al ciudadano a optar por su inobservancia sistemática a través de la elusión, lo que conduce automáticamente a corromper a los funcionarios encargados de vigilar su aplicación.

Este sistema injusto alcanza su mayor grado de perfección con un régimen de administración judicial ineficiente, politizado y poco transparente en el que los jueces y los magistrados disponen de una batería de normas con las que pueden operar con discrecionalidad e impunidad para justificar decisiones desprovistas de legalidad y legitimidad. Aunque esta nociva realidad se origina hace varias décadas, ha llegado a un nivel insostenible en los últimos años. Según la mayoría de las encuestas recientes, más del 90% de la población desconfía del sistema judicial y cerca del 85% no cree que se logre reformar.

Nuestro país atraviesa por una serie de crisis que están poniendo en riesgo varias de sus bases constitutivas, la mayoría de ellas se originan en la pérdida paulatina del Estado de derecho o su completa distorsión. Si como país no somos capaces de entender este problema, más temprano que tarde enfrentaremos el descontrol y el caos de un pueblo “compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”, como lo advierte la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

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