Opinión

Jeanine Áñez en la isla de las sirenas

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18 de septiembre de 2020, 5:00 AM
18 de septiembre de 2020, 5:00 AM

La popularidad de Jeanine Áñez comenzó a empequeñecerse el día de la Alasita paceña, aquella noche del 24 de enero, cuando en un salón con asistentes repartidos al más puro estilo estadounidense, ella apareció en el centro del auditorio y anunció su lanzamiento como candidata a la Presidencia. 

En el instante que pronunció ‘He decidido postular…’ lo que en realidad decidió era, en cierta manera, parecerse al hombre que el país acababa de echar precisamente porque se había cansado que alguien se aferrara al poder con uñas, dientes y trampas, aprovechando las ventajas del aparato del Estado para competir en condiciones desiguales frente al adversario. 

Tuvieron que pasar ocho meses, una pandemia de por medio y unas cuantas encuestas para demostrarle que su momento descollante en política estaba escrito con fecha de inicio y de temprana caducidad y así se vio obligada a anunciar que no va más en esa carrera electoral de segura derrota.

Era poco digno de la más alta dignataria de Estado ocupar el cuarto lugar en las preferencias electorales con apenas 7,7 por ciento y a cuatro semanas de las elecciones era muy poco probable que esa tendencia cambiara en su favor; al contrario, las encuestas parecían señalar una ruta de descenso para la ahora ex candidata del oficialismo transitorio.

Tuvo que ser muy duro para una mandataria observar cómo su figura se derrumbaba inexorablemente después de haber sido la gran heroína que cambió sus lágrimas de octubre por la valentía de noviembre que el país aplaudió y que permitió consolidar un gobierno constitucional en aquellas interminables horas de vacío de poder.

Debe ser muy difícil aceptar que pudiendo haber salido gloriosa y con un brillante futuro político para la siguiente elección nacional, acabara en cuarto lugar -y quien sabe si más adelante en quinto por debajo del imprevisible Chi- y prácticamente sin expectativa política interesante para el futuro.

Su desafortunada posición en las encuestas no fue producto de la subida de otros candidatos, sino el efecto de su accidentada gestión de la pandemia, su distanciamiento del pueblo, la percepción de que no era ella quien gobernaba sino un entorno que la cercaba, y finalmente los signos de corrupción en empresas del Estado y en la compra de respiradores que debían salvar vidas.

La historia debió decir de ella ‘Fue la presidenta que con valor y firmeza tomó las riendas del país en un momento en que nadie sabía por dónde encauzar un río de aguas turbulentas tras la revuelta popular que hizo huir a Evo Morales, y pese a su inicial alta popularidad no se dejó tentar por la borrachera del poder y condujo un ejemplar gobierno de transición, ni más ni menos, que era lo que el pueblo le encomendó aquel año’. Pero no, ella torció su destino, y el resultado fue el que ya todos conocemos. Ahora, con su renuncia a la candidatura, la historia tendrá que reescribir la página dedicada a ella.

Aún es pronto para saber si su gesto de anoche alcanzará para impedir el retorno al poder del partido del continuismo del caudillo que gobernó 14 años, pero esa yo está fuera de su alcance. Ella cumplió con su parte y ahora tendrá que dedicarse, en los tres meses que quedan, a gobernar sin distraerse en campañas, salvarse de las manchas que podrían quedar impregnadas en su nombre y hacer gestión. 

Si esto fuera una fábula, tendría que terminar sentenciando que ante los cantos de sirenas hay que actuar como Ulises, el de Homero, tapándose los oídos para no dejarse embelesar y si es necesario hacerse atar contra el mástil, como el protagonista de La Odisea, para evitar caer en la irresistible seducción de aquellas dulces pero engañosas voces que te hacen extraviar el rumbo.

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