Opinión

La libertad es condena

9 de mayo de 2021, 5:00 AM
9 de mayo de 2021, 5:00 AM

No deja de hacerse continuamente el hombre. Es una proyección sin límite que, por ejemplo, lo diferencia del musgo. El hombre es cuanto sin descanso proyecta ser. Ponge lo explica de buena manera: “El hombre es el porvenir del hombre”. Sartre desarrolla esta idea que bien podemos asumir como verdad: “El hombre es el único ser vivo que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere después de alcanzar la existencia. El no es otra cosa que lo que él se hace”. El humanismo existencialista descree de la tesis de Dios y asume el desamparo como marco referencial dentro del cual vivimos y morimos.  

A Jean Paul Sartre y su generación les tocó vivir la pesadilla de las dos guerras mundiales, tragedia sin parangón. Su filosofía y su literatura (novelas: La náusea, Los caminos de la libertad) se caracterizan por cierto sin-sentido y magnífica lucidez. El desarrollo del existencialismo arranca, mucho debido a esas experiencias, del concepto de desamparo. No hay, se dice, nadie por sobre el hombre. El hombre está determinado por las épocas y cambia su mentalidad de manera permanente. No responde a designios, sino a decisiones propias: es su propio legislador. Es, ya dijimos, su propio porvenir.

Al hombre también lo acompaña siempre la angustia. “Aún cuando la angustia se enmascare, aparece”, dice Kierkegaard. En los religiosos, la angustia se confunde con el éxtasis; en los poetas, con la inspiración o el trance. Vivimos angustiados y seguramente dañados del corazón. Según la filosofía existencialista se debe a la condena de ser libres. Reitero: nadie  nos gobierna. Nosotros vivimos las consecuencias de nuestras decisiones. Somos lo que quisimos y queremos ser, en este siglo o en cualquier otro. No respondemos a una naturaleza humana, sí a las condiciones de época. Pero, ¿por qué la libertad es una condena? Condena porque no se ha creado a sí mismo, y, una vez alcanzada la existencia, es responsable de todo lo que hace. El hombre es dueño de su vida, constructor de su destino.

Está en boca de todos el cogito cartesiano: “Pienso, luego existo”. Es cierto y forma parte, en buena medida, de la comprensión de la gente. Con la excepción del hombre, todo lo demás existe sin pensarse. El musgo es un buen ejemplo. El hombre piensa y existe; pero, además, al pensar existen los demás y todo lo que pensamos. Es, sencillamente, extraordinario. “Para obtener una verdad cualquiera sobre mí, es necesario que pase por el otro”, dice Sartre. El otro que nos da plena existencia, dice la poesía. Así, quien se capta por el cogito descubre también a los demás. Más aún: los descubre como la condición de su existencia. La teoría del cogito de Descartes tiene la virtud de otorgar dignidad al hombre: no lo convierte en objeto. Es libre, es responsable de su vida. También su culpable.

El hombre se hace. No está todo hecho desde el principio. Se hace al elegir su moral y, la presión de las circunstancias es tal, que no puede dejar de elegir siempre una. Lo que dice el existencialismo es que “el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe. Para ambos existe la posibilidad de dejar de serlo”. Somos nuestros hacedores. Bajo estas reales condiciones se desarrolla la vida sin cesar. Por eso nos acompaña la angustia. La libertad y el desamparo caminan delante de nosotros tomados de la mano. Nosotros y el mundo; nosotros y el universo. Así, el existencialismo se aferra a la idea de una naturaleza humana no orgullosa de sí misma; más que naturaleza, de una condición cambiante, temerosa, incierta y desesperada. Albert Camus, de tantos seguidores, dice que “la condición humana es absurda y el mundo es indiferente a nuestra necesidad de sentido”. Yo, desde mi agujero, le doy la razón.

Pero en todo proyecto hay universalidad. El proyecto de un hombre es de millones. El sin-sentido de la existencia -“una burla desde que existe la muerte” (Camus)-, se diluye cuando este mismo hombre apesadumbrado descubre la solidaridad, el acompañamiento y el bienestar general. En ese momento su vida cobra sentido. El servicio a los demás, a su tiempo y su contexto, llena su vida y hasta la realiza y aleja de la frustración.

“En clases de filosofía se acepta debilitar un pensamiento para hacer que se comprenda, y esto no es tan malo”, explica Sartre. La filosofía del existencialismo, de ese modo, logró divulgarse hasta nuestros días.

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