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La presidenta y su desafío histórico

26 de enero de 2020, 3:00 AM
26 de enero de 2020, 3:00 AM

El 12 de noviembre de 2019, después de dos días de incertidumbre y zozobra en el periodo de acefalía más largo que vivimos desde 1880, Jeanine Áñez se posesionó como presidenta. Una declaración del Tribunal Constitucional avaló la legalidad del mecanismo de sucesión constitucional contemplado en el artículo 169 de la CPE, que ella representaba como una de las vicepresidentas de la Cámara de Senadores ante la dejación de sus cargos de las cuatro máximas autoridades del Ejecutivo y el Legislativo.

La reacción inmediata de Evo Morales, que no solo había renunciado a la Presidencia, sino que la había dejado vacante al pedir asilo a México y abandonar el país, fue la de afirmar que se había producido un golpe de Estado. Esa falacia fue respaldada por la red de los populismos de “izquierda” del mundo en el ámbito mediático, intelectual y político. Los millones de conciudadanos, víctimas del gigantesco fraude electoral organizado y dirigido por Morales, que luchamos democráticamente durante más de un año y 21 días hasta conseguir su renuncia, denunciamos esa mentira y afirmamos, dentro y fuera de Bolivia, que tal teoría no se sostenía.

En ese contexto, si hay algo claro e incuestionable referido al gobierno de la presidenta es su carácter de transición. Dos son los hechos que condicionan su gestión: el fraude electoral que le arrebató al pueblo boliviano el libre ejercicio de su soberanía y la renuncia y posterior vacancia del cargo que dejó Morales. Tales acontecimientos marcaron con exactitud lo que tenía que hacer esta administración: convocar a elecciones, realizarlas y entregar el mando al legítimo ganador. Ese mandato tiene el requisito imperativo de la neutralidad absoluta, no solo de la presidenta sino del gobierno en su conjunto y conlleva la obligación de garantizar que no se usarán ni directa ni indirectamente recursos económicos, materiales y mediáticos del Estado en favor de ningún candidato.

Un gobierno de transición con una responsabilidad tan específica, no debería ir más allá de ese objetivo, salvo la administración del día a día y la toma de medidas para resolver eventuales situaciones políticas, económicas y sociales de emergencia.

El encargo que le ha dado el pueblo se ha traducido hasta hoy en una Ley de convocatoria a nuevos comicios, en la elección de un Tribunal Supremo Electoral transparente que ha fijado las fechas del calendario electoral y en la prolongación del mandato del Ejecutivo y el Legislativo para lograr su único objetivo. Demás está decir que dicha tarea solo estará completada el día de la transmisión del mando.

La tesis del golpe de Estado se basa en la idea de que quien lo dio usa la sucesión constitucional como una excusa para hacer realidad su verdadera intención: apropiarse del gobierno en el largo plazo como quien se apropia de un botín.

Los mediadores en la crisis, la Iglesia católica y la Unión Europea, partieron de una premisa básica que no es otra que el espíritu de la sucesión constitucional. La refrendaron porque era indispensable que se cumpla el objetivo único de administrar el proceso electoral, asumiendo, por supuesto, que la presidenta no aprovecharía sus meses de gobierno para promover una candidatura personal y dejar de ser juez para convertirse en parte, lo que destruiría su legitimidad y la del proceso.

En los últimos días varios de sus colaboradores han expresado su deseo de que la mandataria se presente como candidata. Si decidiera hacerlo, sería como jugar con cartas marcadas. Sin su llegada a la primera magistratura y el ejercicio presidencial, no se habrían dado ninguna de las condiciones que podrían darle a ella posibilidades en la próxima elección.

Pero algo más importante, lo que está en juego es la imagen del país y la de quienes hemos luchado con convicciones democráticas. Una eventual candidatura de la presidenta desbarataría su rol histórico y la credibilidad de la transición. Acabaría avalando las afirmaciones del expresidente huido y del coro que le hace eco, de que sí hubo un golpe de Estado.

El compromiso histórico de Jeanine Áñez es de fondo y de forma, de legalidad y legitimidad, que solo se coronará cuando cumpla la totalidad de la tarea que le fue encomendada.

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