30 de agosto de 2022, 4:00 AM
30 de agosto de 2022, 4:00 AM


Albertina volvió a hacerlo. Aparece otra vez en las noticias de los medios convencionales, al publicarse que entre los que la apoyan sin reticencias, hay una lista de nombres muy reconocidos.

Albertina Sacaca Callahuara (1999, Jatun Cancha, Chayanta, Potosí) es ultraconocida por sus videos en TikTok y otras redes. A sus 23 años, esta joven quechua despierta más afecto, entusiasmo y admiración de los que consiguen acumular, juntas, muchas celebridades. Así quedó probado, cuando algún retorcido error del algoritmo de TikTok bloqueó su cuenta de más de 4 millones de seguidores en ese momento, el 13 de junio recién pasado.

El golpe fue durísimo, porque el súbito y quizás irrevocable castigo, por causas desconocidas, le significaba perder instantáneamente una montaña de esfuerzos y desvelos. Pero lo que sucedió en los 3 días que demoró la red en retroceder y levantar el bloqueo -sin explicar nada y menos disculparse- da pistas sobre cómo funciona el formidable atractivo que ejerce esta joven, hija de campesinos que migraron del campo a la ciudad hace pocos años.

Igualmente ayuda a comprender cómo y por qué Albertina tiene la capacidad de llegar a su público, de atraerlo, de mantenerlo fiel y alerta y también abre ventanas para entender fibras íntimas de nuestra sociedad, más allá del entretenimiento y las anécdotas.

Cuando Albertina supo del bloqueo y el posible naufragio de un trabajo que, en promedio, le permitió reclutar casi 8.000 seguidores por día, los ojos se le aguaron, pero encajó el golpe sin victimizarse, levantándose de un salto. Decidida y obstinada volcó sus esfuerzos para impulsar su otra cuenta, con menos del 10% de seguidores que la bloqueada.

Consciente de la injusticia no se demoró en quejas y afrontó, casi desde el piso, una nueva batalla, con reflejos arraigados en la experiencia de su familia, de sus ancestros, de nuestros pueblos; esos reflejos que les han permitido conjurar la aniquilación y forjar la identidad con que se conoce y distingue a Bolivia en el mundo.

Percibo que la fuerza de sus mensajes y el cuerpo de su relato, enseñando la vida diaria de una joven migrante campesina y su familia, afrontando con estólida dignidad, con humor y alegría los desafíos de un entorno hostil, tienen una profundidad y arraigo insospechados.

Si sus primeros videos mostraban la vida comunitaria, sus danzas, vestidos y sus labores de agricultora, pastora, ama de casa, su llegada e inserción en la ciudad reflejan la adaptación, con flexibilidad a un nuevo y duro ambiente, las estrategias de sobrevivencia, con ingenio y destreza, muy parecidos, a gran parte de ese 80% de bolivianas y bolivianos que nadan en la economía “sumergida”, que proporciona precarios empleos e ingresos.

Allá, utiliza con maestría el símbolo más icónico de la globalización -el celular- convirtiéndolo en instrumento de supervivencia y lucha. El dispositivo electrónico le permite descubrirse, lejos de los prejuicios y estereotipos, como una comunicadora nata que encanta, divierte y enternece con su espontaneidad, con su capacidad de detectar historias en los más simples detalles cotidianos; de reírse de las adversidades y de sí misma, mostrando el poder de la humildad de quien no se resigna ni se somete.

Sea que cocine en la mayor precariedad, cantando, danzando, modelando o internándose, sin complejos, en la vida urbana contemporánea, se muestra fiel a sí misma y a sus orígenes. De ese modo, su relato que empezó atrayendo principalmente a seguidores de afuera, se fortaleció y arraigó en el país, precisamente por tocar teclas que vibran en una gran mayoría de bolivianos.

Las pequeñas historia que difunde como videos, ponen de manifiesto cuán inútiles y forzadas son las interpretaciones de los nuevos ideólogos del mestizaje, como presunto núcleo condensador de lo que somos, cuando las mezclas son la característica del planeta en esta época. Por sí solas, no distinguen a nadie de nada.

De allí que la contraposición que intentan plantar entre indígenas, o campesinos, con ciudadanía, modernidad y, peor, con democracia, se cae irremediablemente, porque todas esas son realizaciones de un pueblo de raíces indígenas que no mueren, pese a todos los vaticinios que lo vienen anunciando desde hace mucho.

La resiliencia que ha permitido a las culturas subyugadas llegar a ser la referencia central de nuestra identidad común, ciertamente no legitima las políticas de un régimen que ha fallado en construir un estado descolonizado y que trata de prolongarse a perpetuidad, alentando e inventando contradicciones. La vena pacífica, libertaria, autonómica de nuestros orígenes, su capacidad de enfrentar adversidades y desastres, de reinventarse y utilizar los cambios tácticos necesarios que desquician las estadísticas de la autoidentificación, resultan demasiado grandes para la mezquindad de los cálculos y juegos de la política profesionalizada.

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