Las malas decisiones que tomé
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Equivocarse es una de esas cosas inevitables en la vida. Como dice el proverbio, Errare humanum est, errar es humano. Hoy quiero abrir una ventana a mi pasado y compartir dos decisiones que no salieron como esperaba: una completa y una a medias.
La primera fue en 1989 cuando me inscribí a la carrera de ingeniería civil de la Universidad Tomás Frías de Potosí. Y quiero comentar bien este error porque es relevante para los flamantes bachilleres en estos días.
Egresé del Colegio Franciscano de Potosí, famoso por su énfasis en las matemáticas con el exigente profesor Primo Subieta. Fui el segundo mejor alumno de mi curso siempre. El primero fue Álvaro Rúa, todo un genio, que ganó las olimpiadas matemáticas de Potosí, de Bolivia y luego del mundo (no bromeo).
Dado mi desempeño comencé ingeniería civil. Fue una pésima decisión porque no encontré sentido en lo que estaba haciendo. Fue tan grande mi confusión que cosas que hoy me parecen fáciles de entender, no las comprendía.
Como diría Eugenio Derbez “fue horrible, fue horrible”. Aprobé apenas 3 materias de 6 y de esas dos en segunda instancia. De ser el mejor segundo en el colegio pasé a ser uno de los peores. A eso se sumó que la contención que tuve en mis años colegiales dio paso a un periodo libertino de mi vida, del cual me arrepiento con A mayúscula. Aunque ese momento no me percaté, desperdicié mucho tiempo en nada y fracasé.
Por vergüenza no conté esto a mi madre, hasta que la situación se desbordó. En el peor momento y luego de una dura reprimenda ella me dijo “¿Y si estudias economía como yo te aconsejé?” Yo ni me acordaba de su recomendación, pero fue una tabla de salvación.
Luego de perder un año y medio (porque además había paros), comencé a estudiar economía. Y de repente me enamoré: supe que había llegado a destino, a lo que quería ser. Mi historial vergonzoso de fracaso fue parcialmente borrado por mis éxitos en Potosí y luego en Chile.
Ha sido un camino apasionante: he comprendido que la economía proporciona un medio poderoso para comprender la realidad y, sobre todo, para transformarla. Como dice mi amigo y colega Rómulo Chumacero, es la “adulta de las ciencias sociales”.
El campo de conocimiento en el que me desenvuelvo diseña soluciones que puedan brindar las mejores respuestas desde los criterios de la eficiencia, de la equidad y de la estabilidad como principios rectores.
Todo hasta que en estos años me di cuenta de mi siguiente medio error. Descubrí que, para transformar la realidad, no basta con tener la solución técnica perfecta; también hay que saber cómo llevarla a cabo en un contexto complejo, donde intervienen intereses políticos y resistencias sociales
Estudios de universidades e instituciones de renombre muestran que, si se quiere tomar una medida adecuada además de ser técnicamente correcta, debe ser organizacionalmente posible y políticamente viable.
Por ejemplo, todos hablamos de reducir el déficit fiscal, que es la respuesta técnica. Las dos preguntas adicionales son qué partidas se pueden afectar y qué equipo puede hacerlo (organizacional) y cómo se hace para que la población afectada no la rechace y genere tensión (política).
Por eso, la solución técnica es insuficiente. Una herramienta que puede mitigar esta omisión es la economía política, que analiza las limitaciones políticas a las soluciones técnicas y la forma de superarlas.
Pero no es suficiente. Si queremos transformar de veras a la región, al país y al mundo, las soluciones pasan por la política, las relaciones de poder y las estructuras subyacentes.
Mi medio error fue no haberme especializado posteriormente en las ciencias políticas con énfasis en política pública. Con esas herramientas tendría no sólo las soluciones, sino la visión de cómo impulsar que se las implementen.
La ventaja es que lo puedo corregir estudiando de forma autodidacta los cientos de recursos de primera calidad que existen en línea en portales especializados.
Nunca es tarde para aprender, crecer y menos aún para transformar.