Narrativa rota: el precio de un modelo sin futuro
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Jean Pierre Antelo D.
Hace dos décadas, Bolivia atravesaba un punto de inflexión. La acumulación de tensiones sociales y políticas fue el motor del descontento social y de la llamada “Guerra del Gas”, su cúspide violenta. En ese escenario, un liderazgo de línea sindical emergió como una promesa de transformación y justicia para quienes, en ese entonces, se sentían o eran excluidos. Pero las promesas tienen fecha de caducidad; luego, se convierten en mentiras.
La llegada de este liderazgo estuvo cargada de símbolos y reformas que abrazaban la narrativa del cambio: la nacionalización de los hidrocarburos, la Asamblea Constituyente y el cambio de nomenclatura de programas sociales que ya existían, junto con otros nuevos, fáciles de crear con recursos abundantes. Todo parecía responder a las demandas de igualdad y redistribución de la riqueza. Sin embargo, a la luz de los años, este “modelo” demostró ser simplemente una manera de administrar una caja chica, bastante grande, pero sin una intención genuina o consciente de asegurar fondos para las épocas de vacas flacas. Fue una negación deliberada o una dejadez irresponsable, todo a costa de mantener la popularidad.
Hago esta reflexión, que puede parecer carente de elementos novedosos, por un deber hacia las generaciones cuyas memorias más antiguas solo conocen este “modelo” como verdad. Negar que quienes hoy gobiernan tienen un pasado —y que, con ellos, todos quienes luchan por una sigla también lo tienen— sería absurdo. La narrativa de “nosotros contra ellos”, tan efectiva en el pasado para movilizar, es hoy insuficiente frente a un país diferente, donde coexisten quienes recuerdan los tiempos de la UDP y quienes enfrentan, por primera vez, una realidad que parece ajena. En la actualidad, la búsqueda de soluciones reales ya no se sacia con discursos, y ahí radica la mayor debilidad del gobierno: más allá de la narrativa, parece que nunca tuvo un plan. Si no pudo construirlo en 20 años, ¿por qué pensar que lo tendrá ahora o en el futuro?
Lo que en algún momento representó narrativamente el cambio, hoy simboliza continuidad y desgaste. La crisis actual de dólares y combustible es un ejemplo claro de los límites de una visión extractivista que, lejos de ser innovadora, marcó el principio de un fin. Aunque la economía creció significativamente durante los años de bonanza, no se diversificó, y los ingresos dependieron casi exclusivamente del gas. Ahora, con los yacimientos en números rojos y los precios fluctuantes en el mercado global, Bolivia enfrenta un déficit estructural y una crisis innegable.
Durante años, se habló de Bolivia como el "corazón energético de Sudamérica". Las promesas de industrialización quedaron en el papel porque era más importante mantener la narrativa de los “nosotros contra ellos”. Y con “ellos” me refiero al sector privado y a aliados internacionales que no encajaban en su discurso. Esta historia de división, disfrazada de inclusión, nos ha llevado, 20 años después, a la puerta de una crisis cuya salida será dolorosa. La realidad es que el país depende de importaciones de combustible e insumos que hoy ya no es posible subsidiar. El globo se ha pinchado, y no hay varita mágica que lo repare. Por eso, parece que flotamos a la deriva.
El rol del sector privado ha sido complejo. Durante los años de bonanza, el gobierno mantuvo una relación tensa con los empresarios, frecuentemente retratados como opositores a su proyecto político. El discurso gubernamental oscilaba entre la confrontación y la colaboración, esta última solo cuando resultaba conveniente. Sin embargo, fue este mismo sector privado el que mantuvo activos los motores de la economía —agricultura, industria, manufactura— a pesar de las trabas burocráticas y la falta de incentivos para la inversión. Ese motor productivo privado es lo único que queda vivo hoy, pero está al borde del colapso, y no por falta de voluntad.
En el ámbito político, la narrativa de la inclusión ha transitado al monopolio. Las luchas internas, la insistencia en la reelección y el manejo centralista del poder han erosionado el respaldo que alguna vez tuvo el gobierno. Las fracturas dentro de sus propias filas demuestran que la inclusión y el desarrollo nunca fueron una visión de país, sino el disfraz de la repartija de una torta que hoy no existe. No lo digo yo, lo reflejan las bochornosas sesiones en la Asamblea Legislativa, donde, en lugar de discutir leyes, se priorizan intereses personales y disputas por las últimas porciones de poder, olvidando que están allí gracias al voto de los bolivianos.
Los más recientes acercamientos del gobierno con los empresarios privados surgen en un contexto donde parece útil repartir las responsabilidades del desastre. Culpar siempre a alguien más por la inflación, la escasez de dólares o cualquier otro problema es como culpar a un jugador por una goleada cuando nunca se le permitió tocar el balón.
Por eso, esos acercamientos se traducen en acuerdos de 10, 17 y más puntos que, lejos de buscar soluciones y diálogo genuino, son instrumentos para evadir responsabilidades. En estos acuerdos, la letra chica —que al final del día es la que importa— sigue maniatando a quienes no persiguen el poder, sino salvar a un país que tiene todo para salir adelante. El sector privado no se victimiza, pero la población debe saber que jugamos en una cancha donde las reglas no son claras. Esto se evidencia en la falta de seguridad jurídica, los controles, los cupos y las regulaciones, que claramente no protegen al país, sino a quienes se niegan a reconocer que su ciclo ha terminado.
Hace 20 años, el no exportar gas por puertos chilenos fue la chispa que encendió Bolivia. Hoy no tenemos gas que exportar, ni diésel para sembrar, ni dólares para que el sector privado siga operando y empleando a bolivianos. Si esto continúa, en 2025 podría faltar comida. Suena trágico, pero, a diferencia de otras narrativas, esta es una verdad.
Es tiempo de repensar el modelo económico, la matriz energética y el sistema político. Bolivia no puede seguir navegando a la deriva, aferrada a las narrativas del pasado. Hoy no se trata de “unos” contra “otros”; se trata de un nuevo pacto en el que seamos “todos”. El sector privado tiene el potencial de ser un actor clave en esta transición, siempre que se le otorgue el espacio necesario para innovar, invertir y competir en igualdad de condiciones. El Estado debe entender que su rol es facilitar la vida de su población, y que hacerlo no resta poder, sino que genera respaldo.
El desafío de Bolivia es tan estructural como cultural, y resolverlo requerirá una voluntad política y social que trascienda intereses partidarios. Nos interpela a todos: a quienes tienen memoria de un país antes de 2005 y a quienes creemos que es posible alcanzar igualdad, crecimiento y bienestar bajo un nuevo modelo. Es un nuevo punto de inflexión.
El pasado no se puede cambiar, pero podemos ser firmes para construir un futuro diferente. Esto no debe dejarse al azar ni confiarse a promesas vacías que juegan injustamente con la esperanza de un país que pasó de cuestionarse por qué puerto exportar gas, a contar dólares, uno a uno, para asegurar una semana más de combustible.