16 de marzo de 2023, 4:00 AM
16 de marzo de 2023, 4:00 AM

La democracia se sostiene en tres pilares fundamentales. El primero es, o debería ser, la vigencia plena de la Constitución, los tratados internacionales y las normas internas. El segundo es el sistema de pesos y contrapesos que supone la independencia y coordinación de los cuatro órganos del Estado: Legislativo, Ejecutivo, Judicial y Electoral. Y el tercer pilar es la promoción y protección de los derechos humanos; es decir: Estado social de derecho.

El sistema democrático se basa en los cimientos mencionados y vincula a la sociedad civil con el sistema político a través de un mecanismo único e irremplazable: el voto. El voto es un derecho político fundamental que permite a la ciudadanía formar gobiernos nacionales, departamentales o municipales para que velen necesariamente por el bien común.

En Bolivia el voto es universal, lo que supone que la población indígena originaria, urbana, rural, joven, adulta etc. expresa su voluntad política en cada elección. Al margen del marcado de papeletas, el voto tiene una connotación significativa y profunda, mucho más en una sociedad plural con diferencias económicas, históricas, étnicas, culturales y regionales.

Pues bien, de las votaciones emergen mayorías y minorías. Naturalmente, rige el principio de que el ganador accede al Gobierno y al perdedor le toca ser opositor. No es un simple juego de palabras. Por el contrario, la calidad de la democracia depende, precisamente, de la relación dialógica y constructiva entre oficialistas y opositores.

Claramente, desde 2006, el MAS ha apostado por la peligrosa y antidemocrática estrategia de ejercer su mayoría y descartar el consenso, apelando para ello a la descalificación y a la persecución judicial en contra de los opositores. Y la experiencia enseña que los regímenes fieles a ese estilo de gobierno tarde o temprano pasan de la democracia formal al autoritarismo real.

Cuando un gobierno desecha los acuerdos e impone su “rodillo” automáticamente niega poder a las minorías, las excluye en la toma de decisiones y las invisibiliza al extremo de que quien no se sienta escuchado o atendido puede perder la fe en la democracia. Por eso es importante respetar a las minorías y recordar a los mandatarios de turno que deben gobernar para todos y no sólo para quienes, supuestamente, votaron por ellos.

Por otro lado, importa también la calidad y aptitud de las y los opositores. Se necesitan dirigentes lúcidos, con ideales y con propuestas alternativas para el país. Ser opositor es más que ofrecer puños a los contrincantes, hacer vergonzosos números de canto en los recintos parlamentarios o dedicarse a grabar videos, a la par de influencers y personajes de la farándula. La oposición debería tener ideología, propuesta, estructura partidaria y presencia territorial.

¿Qué tipo de oposición existe en Bolivia? Una oposición fragmentada, con parlamentarios que cada cierto tiempo pelean puestos directivos para gozar de ciertos beneficios; una oposición que, en el caso de Creemos, se fragmentó pocas semanas después de la instalación del nuevo Parlamento y donde cada quien juega sus propias cartas o, como en el caso de Comunidad Ciudadana, carece de identidad política y sólo se aglutina en torno a Carlos Mesa, el candidato derrotado en la elección de 2020.

En el escenario actual, con evidentes dificultades económicas para todos los bolivianos, una vez más el diálogo está ausente. Paradójicamente, el mayor opositor de Luis Arce es Evo Morales, el exmandatario que está más preocupado en su nueva candidatura que en las aflicciones que en este momento viven millones de bolivianas y bolivianos.

Así, la democracia boliviana atraviesa momentos inciertos con desacreditados actores políticos y una ciudadanía terriblemente disconforme con la gestión de sus autoridades. Falla el oficialismo y los opositores no dan la talla. Otro gris momento para la democracia.

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