Nueve de cada 10 ciudadanos desconfía de los otros. Y peor si son políticos
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El principal tejido social de una sociedad es la confianza. Sin ella, nada puede funcionar. Nada. Ni las relaciones humanas, ni las familiares, ni las de amistad, ni las de entre colegas de trabajo y, mucho menos, las comerciales o institucionales. La desconfianza es el principal acelerador para que una sociedad caiga en el estropicio. Y, sus principales consecuencias – inmediatas –, son la decadencia social, el malestar generalizado, la rabia con los otros y un profundo resentimiento con todos y contra todo.
Este pernicioso síntoma social socava las relaciones productivas entre las empresas y dentro de ellas, erosiona el civismo y limita la capacidad de los ciudadanos para emprender acciones colectivas en apoyo de las leyes e instituciones que promueven el bienestar social o el desarrollo sostenible. Nada ni nadie se salva. Y es un aplanador de innovación, de emprendedurismo y revienta por los aires cualquier posibilidad de un mínimo de acuerdo o pacto social.
Los nuevos hallazgos – de acuerdo con el último informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) titulado titulado “Confianza: la clave para la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe” -, revelan que la desconfianza distorsiona las políticas que los ciudadanos exigen hacia sus gobiernos, hacia sus liderazgos y colocan en serio riesgo la seguridad, la estabilidad, la armonía social y la educación.
Pero, además, lo más sorprendente es que estos niveles tan alarmantes de desconfianza entre los unos y los otros, alimenta el firme desanimo para reclamar a los gobiernos municipales, departamentales o nacionales, el cumplimiento de las normativas, una conducta transparente y cuando el Gobierno incumple sus promesas la población se encoge de hombros y entra en una conducta de “nomeimportismo”.
Esto nos lleva a un tercer concepto gravísimo y es la construcción de una democracia mediocre, con funcionarios públicos mediocres y con ciudadanos mediocres. Ni se fortalece nada, ni se cambia nada. Es un status quo realmente aterrador. Nadie quiere dar un paso más, una visión diferente, un esfuerzo adicional o un mínimo de voluntad para mejorar desde sus áreas de influencia. Aunque sean mínimas. Lo único que importa es una especie de neo individualismo en el cual no cabe nada más que las redes sociales para atacar a todos por igual y denostar y descabezar a cualquiera que ose alzar la voz. La desconfianza es la base del odio y la rencilla.
Si a esto sumamos las fakenews, la postnarrativa y la desinformación, el caldo de cultivo esta servido. La infoxicación sólo nos ha generado una dura crisis marcada por la fragmentación, la deslegitimización y la división social. Todos quieren agachar cabeza, mantener un bajísimo perfil y pasar, en lo posible, desapercibido. Cualquier foco o centro de atención presupone, casi de inmediato, que seremos víctimas del ataque denodado de la gente. Las empresas, los empresarios están bajo 10 metros de agua. Sólo los zascas, los politiqueros y los oportunistas andan de circo, saltando de trapecio y columpio. Los serios, los responsables, los buenos, no. Ellos andan trabajando calladitos. Esto sólo significa que se le ha cedido espacio a quienes están decididos a destrozar la estabilidad y el bienestar de todos los bolivianos. Se ha optado por ser reactivos y entregar tierra y territorio en las ideas, en el desarrollo y en la construcción del país.
Y ahora estamos en una policrisis aguda: económica, política y social.
Salir de este zafarrancho donde creemos que todos andan con el facón en la espalda y en el bolsillo la mano escondida con una piedra depende de un cambio de actitud en la que nosotros debemos extender el brazo y abrir la mano. Suena naif, pero es un deber social hacerlo y, además, como ciudadanos activos y sujetos a ley, para cerrarle el paso a los bárbaros. A quienes tienen solamente como principal objetivo, arrasar con todo sólo para preservar sus intereses personalísimos. Es así de determinante porque no se trata de ser confiado, sino en confiar en el prójimo. La diferencia es sutil pero muy necesaria. Confiar amerita responsabilidades y compromisos entre dos partes. Requiere de un esfuerzo intelectual y moral. De un control y de un cumplimiento de deberes. Confiar es construir relaciones duraderas de largo plazo y no de mediato término.
Entender el valor de la confianza y retomar sus desafíos, en este momento, será la bisagra para abrir nuevos puentes o quemarlos todos. De no entender este compromiso moral y su fortalecimiento social, no podremos construir relaciones institucionales, comerciales, innovación, alianzas, acuerdos; no generaremos negocios fiables, no abriremos empresas, emprendimientos. No fortaleceremos nuestras amistades, nuestras vecindades. Seremos parias en nuestras comunidades. Seguiremos mirándonos por el rabillo y ese tejido social que es el sostén para que una sociedad prospere, desaparecerá.