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17 de diciembre de 2024, 3:00 AM
17 de diciembre de 2024, 3:00 AM

En Bolivia, la política partidaria suele estar marcada por una constante: la preferencia por los procesos en detrimento de los proyectos. Esta tendencia, aunque no exclusiva de nuestro país, tiene profundas implicaciones en la manera en que se gobierna y se entiende la gestión pública. Mientras los procesos son cortoplacistas, reactivos y generalmente orientados a la supervivencia inmediata, los proyectos implican una visión de largo plazo, planificación meticulosa y un compromiso con resultados que, en la mayoría de los casos, trascienden los plazos electorales.

El sistema político parece estar atrapado en una espiral de decisiones que priorizan la inmediatez. Los políticos, condicionados por la necesidad de mantener una base de apoyo popular, enfocan sus esfuerzos en medidas que generen resultados rápidos y visibles, aunque efímeros. Estas medidas, que podrían catalogarse como "procesos", están diseñadas para abordar crisis inmediatas o cumplir promesas electorales que rara vez cuentan con una base técnica sólida.

Por ejemplo, los bonos sociales, aunque representan un paliativo necesario para los sectores más vulnerables, no se integran en estrategias más amplias de desarrollo humano sostenible. De la misma manera, las decisiones económicas de corto plazo, como la dependencia del subsidio a los hidrocarburos, ignoran la necesidad de transitar hacia un modelo más diversificado y sostenible. En este contexto, los "procesos" se convierten en parches que perpetúan la dependencia y limitan el crecimiento estructural.

Los proyectos, por su naturaleza, son más complejos y demandan un compromiso que va más allá del horizonte político tradicional. Un proyecto requiere diagnóstico, planificación, ejecución y seguimiento, etapas que demandan tiempo, recursos y, sobre todo, visión. Este enfoque, sin embargo, choca con una realidad política donde los actores están más interesados en el éxito personal o partidario inmediato que en construir un legado sostenible. Esta carencia de enfoque en proyectos de largo plazo también se refleja en la falta de políticas de Estado. Las transiciones de poder suelen venir acompañadas de una desarticulación de las iniciativas existentes, aun cuando estas puedan ser beneficiosas. La falta de continuidad no solo refleja una ausencia de consenso nacional, sino también una visión estrecha que ve a los proyectos como un botín político antes que como una herramienta para el desarrollo.

Otra faceta de esta problemática es la fragilidad ideológica dentro de los partidos políticos. Los transfuguismos, un fenómeno recurrente, son evidencia de cómo los intereses personales a menudo superan el compromiso con las ideas. Cuando los propios militantes abandonan sus filas para unirse a otras siglas, no sólo debilitan a sus partidos, sino que también erosionan la confianza del electorado en la coherencia ideológica y la estabilidad política.

En lugar de recurrir a esto, los actores políticos podrían optar por generar procesos democráticos internos que les permitan expresar sus discrepancias y contribuir a la evolución ideológica de las organizaciones. Estos procesos, aunque demandan tiempo y recursos, son esenciales para fortalecer estos organismos y, por ende, la democracia misma. La capacidad de un partido para gestionar el disenso y construir consensos internos es un indicador clave de su madurez política.

La política nacional necesita transitar de una cultura de procesos a una cultura de proyectos. Esto implica no solo pensar en el largo plazo, sino también entender que las verdaderas soluciones a los problemas estructurales del país requieren sacrificios inmediatos por beneficios futuros. Reformas en educación, salud, infraestructura y diversificación económica son ejemplos de áreas donde los proyectos, si bien costosos y laboriosos, podrían transformar el país de manera significativa.

La política de corto plazo puede ganar elecciones, pero solo la política de largo plazo puede construir un futuro para todos. El verdadero reto, entonces, no es sólo elegir mejores líderes, sino también cambiar la forma en que entendemos el ejercicio del poder. Porque, al final, el legado de una generación política no se mide por los procesos que implementó, sino por los proyectos que dejó como herencia.

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