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24 de noviembre de 2022, 4:00 AM
24 de noviembre de 2022, 4:00 AM

Por Ilya Fortún, comunicador social

No sé usted, pero yo soy uno de esos ciudadanos que esperó ansiosamente el comienzo del Mundial de Fútbol.

Hace meses comencé a hacerle un creciente seguimiento periodístico a mis equipos favoritos y en las últimas semanas no he dejado de atormentar ni una sola noche a mi esposa con una interminable colección de programas de fútbol de diversa calaña. Nada sería eso, también le compré el álbum de figuritas del Mundial a mi hijo y lo acompañé en la onerosa tarea de completarlo, incluso si aquello implicaba subir hasta la Pérez para buscar puesto por puesto las caritas más cotizadas. Me enganché con todo y además de comprar todas las chucherías de rigor, seguramente terminaré premiando las notas del hijo con una pelota oficial de la Copa del Mundo (original o trucha, eso está por verse).

No sé usted, pero yo además no solamente estoy peleando contra mi naturaleza, madrugando como un panadero para ver los primeros partidos de la jornada y estoy determinado a torcer una y mil veces mi agenda de trabajo para que no se cruce con el ampuloso fixture, y cuando no se pueda evitar el cruce, trabajar con un ojo en la tablet y otro en el televisor.

No sé usted, pero yo debo confesarle que hice y haré todo lo anterior, a sabiendas de toda la basura y las barbaridades que han hecho posible este tan lindo espectáculo. Sabía que la designación como sede de un Mundial de una imitación de país sin ninguna tradición futbolística, estuvo precedida de una monumental corruptela en la que se compraron los apoyos, las conciencias y los votos de federaciones, dirigentes, ídolos de fútbol y de la FIFA entera. Sabía que para la descabellada tarea de construir una decena de estadios en la misma ciudad en un tiempo récord, se explotó inmisericordemente a miles de extranjeros con una secuela de miles de muertos. Y claro, sabía de memoria también que en ese infame país, los reyezuelos que mandan se limpian el trasero con los conceptos básicos de democracia y derechos derechos humanos, que ser mujer es una desgracia y ser parte de la comunidad LGBT es un delito.

Sabía eso y un montón de horrores más pero igualito nomás finalmente sucumbí ante esa aplastante idea de que la plata manda y gobierna el fútbol y todo lo que ocurre a su alrededor, y de que es nuestro deber aceptarlo y festejarlo. Alguna vez escribí columnas críticas expresando mi más profundo repudio a que jeques y ricachones se compren y se adueñen de clubes centenarios, defendiendo la idea de que los clubes deben ser instituciones que no le pertenezcan a nadie más que a sus socios y que nadie debería poder comprarse un equipo como si se tratara de un auto. Lo único que recibí fueron burlas, críticas y acusaciones de ser un vil desadaptado.

Pero lo más grave es que el problema no es que los intereses económicos manejen el fútbol; lindo sería que fuere ese solamente el problema. El problema de verdad es que ese principio se ha impuesto en todos los ámbitos, y así como nos hacemos a los cojudos y miramos hacia un lado cuando se trata del Mundial, lo mismo hacemos por ejemplo con China y su modelo de autoritarismo capitalista; mientras el capitalismo siga funcionando y sus resultados nos convengan, estamos dispuestos a hacer la vista gorda con todos los valores, principios y fundamentos sobre los que se construyó nuestra civilización.

Es por esa tolerancia de la que todos somos cómplices que aparecen todos los días los Trump, los Evo Morales, los Putin, los Milei, los Maduro, los Le Pen y la interminable lista de populistas autócratas que saben que pueden contar y vender el cuento que se les dé la gana, y que seremos permisivos mientras los negocios y la plata siga fluyendo.

Lo que está en juego entonces no es el fútbol, sino los cimientos de la civilización moderna occidental que creíamos consolidada y que nos tomó siglos en construir con enormes costos.

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