Opinión

Sobre la añoranza del pasado

2 de diciembre de 2020, 5:00 AM
2 de diciembre de 2020, 5:00 AM

El ser humano parece tener una necesidad instintiva de añorar el pasado. No es infrecuente reunirse con los amigos para recordar con nostalgia las anécdotas de la infancia y juventud. No es que la juventud haya sido fácil. El mismo Joaquín Sabina con su carrera en pleno ascenso cantaba que “cuando era más joven, la vida era dura, distinta, feliz”. No es pues la holgura material y ni siquiera el éxito lo que define una etapa alegre. Los niños, que viven en un mundo donde la imaginación no tiene límites, sueñan con ser grandes para librarse del yugo de sus padres, mientras que los grandes soñamos recuperar la inocencia de nuestra infancia. De cierto modo, cada etapa tiene su encanto y su amargura. La juventud nos da una sensación de poderlo todo, de libertad, pero sin plata para comprarse un chicle; empezamos a trabajar y ya tenemos plata, pero nos falta tiempo para hacer lo que queremos; con la esposa y los hijos llega el amor más grande que uno puede sentir y se van el poco tiempo y la plata que a uno le queda; el divorcio se lleva el amor, pero nos devuelve algo de tiempo, el suficiente para poder trabajar más para pagar las pensiones de los hijos; la vejez nos devuelve el tiempo, la libertad y nos quita la energía para gastarlos como hubiéramos querido en nuestros años mozos. Y así, cada etapa, por más linda que sea, nos quita algo y nos da un motivo para añorar las precedentes.

No existe persona que no haya escuchado a alguna vieja decir que nuestros tiempos eran mejores, por tal y cual motivo, pero la añoranza del pasado no solo es un fenómeno que se da con relación a desear volver a los tiempos de la infancia y juventud, sino incluso a tiempos y experiencias que nunca vivimos. ¿Qué es la obra cumbre de la literatura castellana, sino el deseo de un hidalgo de revivir siglos pasados? Por esas añoranzas, el pobre Sancho sufrió manteamientos, palos y penurias, y al igual que Sabina, cuando acabaron, los añoró y rogó a su amo volver a la caballería andante, mientras el hidalgo aceptaba su realidad, aceptaba su tiempo y moría a la vez. Quien quiera acusarme de usar la ficción para probar un punto no tiene más que consultar a Jean Jacques Rousseau, creador del mito del buen salvaje que vivía en total armonía en medio de la selva o a Yuval Noah Harari quien en su extraordinaria breve historia de la humanidad llamada Sapiens acusa a la revolución agrícola que se inició hace aproximadamente 12.000 años y que posibilitó el desarrollo de la escritura, los reinos, las tiranías, los avances tecnológicos y de la historia misma, de ser el mayor fraude de la historia de la humanidad. Esta añoranza de lo que ni siquiera conocimos no se limita a literatos, científicos y ateos. La religión, otro género de la literatura de ficción, también tiene estos anhelos. Los tres principales credos monoteístas, el judaísmo, el cristianismo y el islam, comparten el mito del paraíso terrenal del cual el ser humano es expulsado el momento que decide dar pie a su curiosidad y probar algo nuevo.

Yo creo que Sabina, Cervantes, Rousseau, Harari y Jehová exageran, que el pasado no fue tan bueno como lo idealizamos ni el presente fue tan malo... hasta hace algunos años. Pero creo que hemos llegado a un triste límite, que mi infancia fue mejor que la de las actuales generaciones y que el mundo que nos espera es un lugar muy feo donde tu hijo de 8 años no deja de insistir en que le pongás radio Disney para escuchar algún insufrible reggaetón.

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