9 de abril de 2023, 4:00 AM
9 de abril de 2023, 4:00 AM


En el siglo XX, entre 1964 y 1982, Bolivia vivió un ciclo de cruentas dictaduras. En ese entonces, era habitual que en cada asonada golpista se interrumpan las emisiones de las radios y se escuche al unísono una marcha militar y un comunicado oficial que anunciaba la instauración de un nuevo gobierno, toques de queda para evitar cualquier protesta y censura total a los medios de comunicación, al extremo de que muchos periodistas se vieron forzados a salir al exilio. 

En esencia, los dictadores fueron enemigos de la libertad de expresión, adictos al ejercicio arbitrario del poder e intolerantes con cualquier tipo de movilización. En esas épocas los gobernantes tenían suficiente poder para callar las voces opositoras e imponer el silencio en las calles bajo la consigna de “orden, paz y trabajo” o con la amenaza de “andar con el testamento bajo el brazo”.

En 1982 los militares entendieron que la democracia radica en la subordinación del poder militar al civil. Hernán Siles Suazo asumió la presidencia y la ciudadanía volvió a las calles a manifestarse por trabajo, salarios justos, pan, salud y transporte sin que nadie sea perseguido ni estigmatizado por ejercer sus derechos. 

Los sucesores de Siles mostraron su lado autoritario mediante diferentes estados de sitio. Paz Estenssoro impuso el DS 21060, Jaime Paz Zamora acabó con una huelga de hambre de los maestros y, en 1995, Gonzalo Sánchez de Lozada frenó protestas de la COB, cocaleros y maestros. Finalmente, en abril de 2000, Hugo Banzer decretó estado de sitio para acabar con paros por el agua en Cochabamba y prolongados bloqueos en el altiplano, pero fracasó porque tropezó con un motín policial y desde entonces esa medida extrema dejó de ser un recurso eficaz. 

Pero persiste la tentación del autoritarismo y ahora la receta es la ley. En la línea de mandatarios como Nicolás Maduro, de Venezuela, y Daniel Ortega, de Nicaragua, Luis Arce pretende que el legislativo apruebe normas que criminalizan las protestas, como ocurrió con el segundo y fracasado intento de poner en la agenda legislativa el proyecto de “Ley de Fortalecimiento a la Lucha Contra la Legitimación de Ganancias Ilícitas”.

La definición del delito de terrorismo propuesta en ese proyecto indicaba: “La persona que intimide a un sector de la población obligando al Gobierno nacional a realizar algún acto ejecutando acciones que restrinjan la libertad de las personas”. Es decir que, bajo esa definición, la actual movilización de los maestros que afecta el derecho de otras personas y exige una acción al gobierno sería terrorismo; o el mayor paro cívico de la historia que demandó al Ejecutivo un censo oportuno y transparente también podría ser considerado como un acto de terrorismo puesto que cualquier afín al gobierno puede sentirse “intimidado”.

El MAS intentó explicar que las protestas por el cumplimiento de los derechos humanos estarían exentas de la persecución penal, pero ¿quién calificaría la calidad de las protestas? ¿fiscales que definieron que en 2019 hubo golpe y no fraude o personajes como el juez Marco Amaru quien con el beneplácito de Iván Lima se declaró competente para juzgar a Jeanine Áñez en la vía ordinaria por el caso Senkata, cuando lo que corresponde es un juicio de responsabilidades?

Primero fueron las dictaduras, después los estados de sitio y ahora las leyes ambiguas y peligrosas. 

Los enemigos de las libertades se manifiestan de diferentes formas y más les importa el poder que la democracia porque en tiempos de crisis hay saber dialogar, negociar y ceder, palabras que no existen en el vocablo de algunos gobernantes.

Bien dijo Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura en 1980: “La libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces”. Es tarea de todos preservar las libertades conquistadas con enorme sacrificio.