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15 de diciembre de 2023, 3:00 AM
15 de diciembre de 2023, 3:00 AM

De los embajadores estadounidenses en el país que conocí por mis labores profesionales, dos me resultaron especialmente antipáticos: Donna J. Hrinak (1997-2000) y Manuel Rocha (2000-2002). Pero, hasta el pasado mes de noviembre, nunca me imaginé que uno de ellos, además, era un agente cubano infiltrado en la Secretaría de Estado de la potencia del norte.​

La noticia me pareció inverosímil y aún sigo creyendo que podría tratarse de una comedia de equivocaciones, y si eso pienso, me imagino la conmoción que habrán sufrido aquellas personas que se esmeraban, a veces sin pudor alguno, en adularlo.

Manuel Rocha pisó firme desde su arribo a El Alto. Era torpe, altanero y dejó sentado que uno de sus objetivos era parar el ascenso de Evo Morales. Y tanta obcecación le hizo cometer varios errores, además de su famoso discurso en el Chapare, al lado de las principales autoridades del país, advirtiendo que el pueblo boliviano debería escoger entre votar por Evo o no hacerlo y mantener buenas relaciones con EEUU, expresiones que en otras latitudes probablemente le hubiera significado ser declarado persona non grata.

En esa misión, presionó para que el Congreso Nacional desafore a Morales por vínculos con el narcotráfico y participar en el asesinato de un policía y su esposa, presión que la entonces mayoría parlamentaria aceptó. Pero, pese al desafuero, la Fiscalía no se animó a procesarlo. A criterio de Rocha, y lo decía a quien quisiera oírlo, el responsable de ello fue el entonces vicepresidente Jorge Quiroga, por lo que cambió una original admiración por él, especialmente por su actuación en los atentados del 11 de septiembre, al punto de considerarlo uno de los mejores estadistas de la región y el mundo. Desde el fallido juicio, lo consideraba un personaje débil.

Gonzalo Sánchez de Lozada no lo simpatizó y entonces se comentaba que sólo la presión de su hombre de confianza Carlos Sánchez Berzaín hizo que aceptara un desayuno en la residencia de la embajada de EEUU. Pero, el encuentro fue tan ríspido que el exmandatario, olvidando que estaba de invitado, dio por terminada la reunión.

En parte por la presión de Rocha, el expresidente Jaime Paz Zamora decidió votar en 2002 en el Congreso por Sánchez de Lozada. El “cuánto cuesta amar a Bolivia” significó el copamiento del MIR de varios ministerios y espacios de poder en la administración estatal y poder viajar a los EEUU por una sola vez.

Conocí a Rocha cuando visitó el periódico La Razón que entonces dirigía. El protocolar encuentro estuvo matizado por el afán de los socios de El País por estar con él (no sé en verdad cuál era su interés). Coincidíamos en algunos eventos sociales (recuerdo uno que, con la revelación de su oficio de espía puede hacer reír: fue en una cena en la Embajada del Japón. Terminado el banquete, el anfitrión nos invitó a su karaoke e insistía en que su colega cante, lo que Rocha no hizo y motivó a que yo le explicara al embajador nipón que seguramente el representante estadounidense estaba cansado no tanto de cantar como de hacer cantar… no sé si le gustó o no la broma, pero lo cierto es que fue el primero en irse).

Tuve dos encuentros con él que no fueron casuales. Uno, cuando me invitó a participar en una cena en su casa junto a varias personas, que Robert Brockman ha relatado en una columna. En esa oportunidad, además de lo contado por Robert me quedó grabada una frase que nos dijo: El problema de mi país (EEUU) es cómo incorporamos a las minorías. En cambio, ustedes tienen que incorporar a las mayorías.

El segundo, fue más bien un encontrón. En una fiesta dominguera, Rocha dijo, a manera de infidencia, que a un importante político de la época se le había retirado la visa. Nos reunimos en la redacción de emergencia pues uno de los invitados nos pasó la información, y discutimos cómo la difundiríamos. Se impuso la idea de publicarla en tapa. Obviamente, provocamos un terremoto político, y el embajador estadounidense no confirmó la información señalando que en materia de visas no se pronunciaba.

El afectado me visitó en la redacción del periódico. Sabía que Rocha dijo lo que publicamos y me pidió difundir una aclaración, lo que hice. Luego, Rocha se comunicó telefónicamente conmigo y me dijo que el servicio que había prestado al país al difundir el caso, era inmenso, a lo que respondí que su opinión me importaba un comino, y que mientras estuviera de director, no le aceptaría ningún “off the record” más. Nunca más nos vimos.

Como colofón, encuentro que Rocha y el primer mandatario del país se parecen físicamente y siento gran curiosidad por saber si sus símiles bolivianos, Juan Ramón Quintana y Hugo Moldiz, sabían de las andanzas del colombiano estadounidense Manuel Rocha.

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