¿Un Estado grande o una institucionalidad sólida?
El presente artículo es una réplica al artículo de Elizabeth Jiménez Zamora publicado en brujuladigital.net, que plantea una reflexión interesante sobre el rol de la institucionalidad en la economía boliviana, inspirada por las contribuciones de los premios Nobel de Economía 2024. Sin embargo, la interpretación que se hace de estas ideas invita a un análisis crítico, especialmente en relación con la idea de un “Estado fuerte”. Si bien es cierto que la institucionalidad es clave para el desarrollo económico, esto no necesariamente implica un Estado grande, como parece sugerirse en el artículo.
De acuerdo con los laureados Acemoglu, Johnson y Robinson, el éxito económico radica en un marco institucional sólido, que garantice leyes claras y su cumplimiento, independientemente del tamaño del Estado. En el caso de Bolivia, el problema no es la ausencia de reglas, sino su vulnerabilidad frente a los intereses de grupos económicos y políticos. La corrupción, el prebendalismo y el rentismo no se solucionan con más presencia estatal, sino con instituciones que funcionen, particularmente en áreas esenciales como la justicia y la administración de recursos públicos.
Un ejemplo de esta disfuncionalidad es el manejo de las empresas públicas bajo la actual administración. Si bien se mencionan las normativas que rigen estas entidades, en la práctica su estructura refleja una visión distorsionada de la institucionalidad. La Oficina de Fortalecimiento de Empresas Públicas (OFEP), que depende del Ministerio de la Presidencia, fue diseñada no para optimizar la gestión económica, sino como un mecanismo de control político. Esta politización explica el por qué empresas públicas deficitarias continúan operando a pesar de su carga para las finanzas del Estado.
Además, la dispersión de responsabilidades entre diversas instancias como el Ministerio de Economía, el Ministerio de Planificación y otras carteras sectoriales genera duplicidad de funciones y falta de coordinación. Esto demuestra que el problema no radica en la cantidad de reglas o entidades, sino en su diseño y propósito. Lejos de promover una institucionalidad sólida, este modelo genera confusión y abre la puerta a la injerencia política en decisiones que deberían ser técnicas.
En cuanto a los ejemplos de acción colectiva mencionados, como la “guerra del agua” o la “guerra del gas”, si bien representan momentos históricos de movilización social, también evidencian rupturas de la institucionalidad. Celebrar estas acciones sin reconocer su impacto en la estabilidad jurídica y económica del país resulta contradictorio con la idea de construir instituciones fuertes. La institucionalidad no puede depender de la capacidad de presión de ciertos grupos, sino de un marco legal equitativo y respetado por todos.
Por último, el gasto público desmesurado y las subvenciones, a la gasolina y diésel, son muestras claras de la debilidad institucional en Bolivia. Estas políticas responden más a cálculos políticos que a criterios económicos, perpetuando un sistema insostenible. Reducir el gasto público y racionalizar las empresas públicas ineficientes no significa abandonar la protección social, sino priorizarla en áreas donde realmente se necesite, con reglas claras y mecanismos transparentes.
En conclusión, Bolivia no necesita un Estado grande, sino un Estado eficiente, respaldado por una institucionalidad sólida que limite el secuestro de leyes y normas por parte de intereses particulares y corporativos. La construcción de un país con oportunidades para todos no se logrará con más burocracia, sino con instituciones fuertes e independientes que garanticen justicia, igualdad y un entorno propicio para el desarrollo económico.