11 de noviembre de 2022, 4:00 AM
11 de noviembre de 2022, 4:00 AM


Un bloqueo de calles, un paro de actividades laborales, educativas, profesionales, comerciales… provocan un perjuicio monumental. Pero, habrá que preguntarse: ¿por qué la población está dispuesta a hacer este enorme sacrificio colectivo y cómo es que hemos llegado a este extremo? Está claro que el Estado, a través de su estructura formal (léase órganos ejecutivo, legislativo, judicial y electoral), no está respondiendo a los intereses de la gente. Por esa razón, los ciudadanos han decidido hacerse respetar y tomar las calles de su ciudad.

El derecho a la protesta está garantizado por las leyes nacionales. Si bien no hay un artículo que lo estipule de manera específica en la Constitución, la protección de las libertades de expresión y de reunión pacífica para demandar y exigir acciones al Estado, otorgan suficiente amparo a este derecho. El derecho a la protesta tiene una íntima relación con las libertades fundamentales de toda persona: expresión, asociación y reunión pacífica. De ahí que los estándares internacionales dotan al derecho a la protesta de un carácter preponderante frente a otros derechos como la libertad de tránsito o de los intereses económicos privados.

Sin el ánimo de idealizar un paro general e indefinido, ni darle un carácter romántico a la idiosincrasia cruceña, un paro cívico en esta ciudad no se parece en nada a las habituales manifestaciones ciudadanas en otras partes de Bolivia. Y por eso mismo, no se lo entiende, no se lo sabe asimilar y se lo quiere interpretar con parámetros ajenos a sus características intrínsecas.

Dejando de lado los extremos violentos y abusivos -a los que se debe combatir- y los cohetes y petardos, sin sentido; la mayoría de los participantes de un paro cívico en Santa Cruz de la Sierra son familias, con mujeres y jóvenes por delante. Lejos de manifestaciones agresivas o belicosas -muy normales en el resto del país-, quienes se reúnen en una rotonda o en un punto de bloqueo cualquiera, sienten su presencia como un deber cívico y están ahí por voluntad propia. Esto es casi imposible de comprender en otras latitudes, acostumbradas al pago por asistencia.

Recorriendo en bicicleta diversos barrios de la ciudad, y a través de imágenes que circulan por redes sociales, he podido levantar un largo listado de actividades que se van desplegando durante las interminables horas de paro: canto del himno cruceño, a capela; charlas alrededor de un termo de café o mate; canastas de pan u horneados varios; juego de cartas y cacho alrededor de una mesa; clases de zumba, sobre una improvisada tarima; yoga, en la tierra y el gramado de una plazuela; ollas comunes, que se nutren de ingredientes e insumos que los propios vecinos proveen; bandas de música y tamboritas que amenizan las tardes; estrenos musicales de artistas locales; juegos colectivos, como vóley o fulbito; miles de bicicletas, triciclos, monopatines, autitos y otros que reemplazan a los vehículos; sillas, sillones, tocos y maderas para hacer ruedos y tertulias en las calles vacías.

La gente se reencuentra con sus vecinos y se apodera del espacio público. Los niños y ancianos salen de su encierro para compartir un paro callejero “sui generis”. Quien no lo ha vivido de cerca, y solo tiene las referencias de los enfrentamientos y agresiones que cubren los medios de comunicación, no llega a entender cómo es posible que millones de ciudadanos, en un aire festivo, protesten pacífica y disciplinadamente. Además, en las muchas horas de ocio y espera, elaboren frases humorísticas, chistes, memes, pinturas que circulan a gran velocidad por las autopistas digitales.

Escribo estas líneas al término del décimo octavo día de paro, sin conocer todavía si la demanda de un censo oportuno se hubiera conseguido. Quiero dejar este registro para quienes desconocen, menosprecian y subestiman los pormenores de un tejido social que no tiene un mando único, que es autogestionario, descentralizado, y para rabia de algunos, alegre y festivo.

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