10 de febrero de 2023, 4:00 AM
10 de febrero de 2023, 4:00 AM


Me llamó la atención el titular de un periódico internacional que señalaba que Santiago de Chile lanzó un proyecto para plantar doscientos mil árboles nativos en los espacios urbanos sin sombra, en las “islas de calor”. Es admirable este programa en una ciudad rodeada de cerros, que no permite que la emanación de gases circule con fluidez; y que, desde hace décadas, atraviesa un período de sequedad extrema, una megasequía. Plantar pulmones verdes con especies de bajo consumo hídrico permitirá, en el mediano plazo, gozar de sombra para combatir las olas de calor y la absorción de material particulado (hollín, polvo y otros).

La Organización Mundial de la Salud recomienda “10 metros cuadrados de áreas verdes por habitante”. No sé cuál es la cifra en nuestra capital, pero está claro que el calor se soporta mejor bajo la sombra de árboles frondosos que al descubierto, y más necesaria aún, si tenemos una plancha de hormigón caliente bajo nuestros pies. La falta de áreas verdes puede elevar en dos a tres grados la temperatura.

Estuve revisando la Gaceta Municipal y existe una Ley Autonómica Municipal, la Nº 210/2015, que regula “la conservación, recuperación, protección del árbol, políticas de arborización urbana y el embellecimiento de la ciudad”.

Entre los variados fines de esta ley están: “…mejorar la calidad ambiental en beneficio de la ciudad y sus habitantes; incrementar la densidad de árboles por superficie de área urbana; mejorar la estética urbana con el embellecimiento de los espacios públicos; garantizar la continuidad o conectividad de áreas arborizadas, como corredores biológicos, que permitan unir las arboledas urbanas; conservar la diversidad de especies nativas de la zona geográfica y realzar su valor patrimonial, recuperando paulatinamente los espacios de interés ecológico…”, y un largo etcétera.

Es decir, gozamos de una frondosa normativa que debería proteger, promover e incentivar las áreas verdes. Sin embargo, si uno camina los diferentes barrios de nuestra ciudad, salvando algunas avenidas y unidades vecinales privilegiadas, el cemento y el asfalto van ganándole terreno al follaje de los árboles y las plantas que están ahí -desde siempre, porque nadie las plantó-, y ahora son víctimas del supuesto “desarrollo” que las va quitando de en medio, como si estorbaran.

Los árboles crean encantadoras barreras visuales; minimizan el efecto del viento, tan proclive en nuestras inmensas llanuras; nos protegen de la nociva radiación solar; son trincheras contra los ruidos urbanos; proporcionan sombra, alimento y refugio a la fauna que habita el entorno; mitigan el nivel de contaminantes en el aire, actuando como filtros naturales; entre otros muchos beneficios.

Entiendo que la agenda urbana local tiene otras urgencias y necesidades, y hablar de embellecer y construir una ciudad verde y sustentable pueda parecer una veleidad ecologista y soñadora, pero la calidad de vida se mide también por otros parámetros, no siempre mensurables.

El costo y esfuerzo de riego que los santiaguinos enfrentarán en su árido territorio es diametralmente opuesto al que tendríamos en Santa Cruz de la Sierra, donde, casi sin riego artificial, el clima tropical y las abundantes lluvias que nutren nuestro fértil suelo, se encargarían de que las plantas reverdezcan.
Hierbas, pastos, arbustos, bosques, lianas, hojas, pétalos, tallos y flores.

“Verde, que te quiero verde”.

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