Los orígenes y la labor del industrial y líder cívico cruceño son relatados por los historiadores Lupe Cajías y Alejandro Pérez Cajías en un libro “Noventa años de la Cámara Nacional de Industrias”, que se presentará este 18 de octubre en La Paz. Aquí un fragmento

16 de octubre de 2022, 18:00 PM
16 de octubre de 2022, 18:00 PM

Aquella tarde la lluvia dificultaba el traslado de los restos de Aurelio al mausoleo de la familia Gutiérrez Jiménez en el Cementerio General de Santa Cruz de la Sierra. Las gotas resbalaban sobre los vidrios del vehículo y la humedad pegajosa le recordaba al hogar de su infancia, cuando ambos jugaban tranquilos por los extensos campos de Itaguazurenda. Al inicio del siglo XX ninguno de los quince hermanos imaginaba ni remotamente las escenas que les preparaba el destino.

  Ramón Darío recordaba la lejana época cuando sus padres luchaban en plena selva y se acostumbraron a vivir en lo que simplemente se conocía como la “casa de paila”, el precario antecedente del futuro ingenio azucarero, portaestandarte de la industrialización en su patria chica. Entre parto y parto, uno cada año y medio, Julia Jiménez mantenía ordenados los espacios donde se cocinaba en grandes ollas para la muchachada. La vida cotidiana se desarrollaba en las mismas dependencias donde preparaban el azúcar para vender.

 Siempre repetía la importancia de la caña de azúcar, de la que los pioneros extraían melaza y azúcar morena para vender en las ciudades y llegar hasta Chuquisaca, Potosí, las minas, Cochabamba. Se registraban nombres ya famosos por sus cargamentos como Zoilo Rivero Hurtado, quien desde fines del siglo XIX traía azúcar en hormas de barro desde San Javier para distribuirlas en la capital. Era la incipiente transformación de un producto agrícola que décadas después sembraría una historia de cañaverales, migraciones y negocios.

 La tierra era el recurso más importante para el departamento oriental, aun cuando había esporádicas extracciones de oro aluvional y algunas artesanas se dedicaban a la orfebrería. Eran los pastos los que permitían el alimento saludable para el ganado -ya destacado en las estadísticas decimonónicas- que se convertiría en cuero, en las curtiembres que abastecían el mercado local. Los primeros quesos criollos, el charque, la grasa de vaca se vendían como complemento a la dieta en las minas.

Era esa tierra generosa con las plantaciones de tabaco en muchas zonas, pero sobre todo en los valles mesotérmicos, o las plantaciones de algodón, trigo, maíz, arroz, las frutas, la miel, la que anunciaba silenciosa y sin humos aquella aurora de la que sería una de las regiones bolivianas más industrializadas desde el último tercio del siglo XX.

   Juan Antonio Gutiérrez Suárez había nacido en Portachuelo en 1856 cuando aquella población era cuna de las familias cruceñas más tradicionales. En 1890 se casó con Julia, consciente de que el tesón de esa mujer cruceña iba a ser vital para volver productiva a la inmensa estancia de 40 mil hectáreas en el sureste del departamento. Era un momento en que pocos citadinos se atrevían a emprender las semanas de viaje hacia el misterioso Chaco y donde establecieron sus inversiones en ganadería y en comercio. En la casa de hacienda, dos sólidos trapiches movidos por mulas trituraban la caña y de ese jugo se elaboraba aguardiente y azúcar para comercializar.

Cuatro de los hijos murieron niños; repitieron el nombre de uno de ellos, como era costumbre dolorosa en esos años de alta mortalidad infantil. La mayor, Luisa, había nacido en 1892. Aurelio vino al mundo en 1902; no era el más cercano en años a Ramón Darío, pero fue el ejemplo para toda su vida: “San Aurelio” para siempre y por siempre. Óscar, el menor, estaba aún en el vientre materno cuando murió Juan Antonio.

La familia se trasladaba como una tropa gitana en grandes carromatos desde la hacienda hasta Santa Cruz de la Sierra, cruzando arenales, bosques llenos de espinas, ríos de leyenda. En la ciudad los esperaba la casona histórica en la esquina de las calles Junín y 21 de mayo, en el corazón de la aldea polvorienta y orgullosa que rodeaba la plaza mayor y la catedral.

 La famosa residencia había sido la comidilla del pueblo cuando los esposos Gutiérrez Jiménez trajeron los planos desde el mismísimo París. Era 1909, el apogeo de la ciudad luz, y el patriarca encargó ahí mismo el diseño del mausoleo familiar; también de muertos había que lucirse. Retornaron en barco hasta Buenos Aires. Desde el puerto subió a la capital oriental una caravana interminable de 150 hombres a caballo, veinte carros y trescientas mulas de refresco, con cuidadosa parsimonia porque cargaba un piano, las cúpulas de plomo, los mármoles de Carrara, los sanitarios de loza, los vitrales. El viaje demoró nueve meses, suficientes para un nuevo embarazo.

Tres años duró la alegría. Papá murió de un inesperado paro cardíaco, Aurelio tenía 12 años, Ramón Darío apenas siete. La muerte de papá fue un pregón. Había que trabajar para ayudar a mamá. Había que cuidar al menor de todos, que no había llegado a conocer a su progenitor. Julia tomó las riendas de la construcción de la mansión contratando al famoso yugoslavo Juan Knez. La matriarca, los niños, los primos, los amigos posaban en los balcones ya legendarios.

 Por esa vereda pasaba Ernesto Daza Ondarza, el futuro dueño de Viña Muyurina en Cochabamba. Había abandonado los zapatos para igualarse a sus compañeros de escuela que asistían descalzos. Hasta la apertura de la sucursal de Manaco, casi todos los niños cruceños caminaban sin calzados, con chinelas o con sandalias franciscanas hechas con el cuero local. El zapato Manaco era un regalo de Navidad, para fiestas y desfiles. Era también el barrio donde había funcionado la casa comercial de Juan de la Cruz Torres, que introdujo la cerveza Taquiña en la región. En los años cincuenta los herederos de la familia Gutiérrez vendieron la casona al Estado para un centro de salud y después esta fue un museo universitario.

Los hijos mayores de la familia Gutiérrez y los mayordomos ayudaron con la hacienda. Otros salieron a estudiar a Chile, a Argentina, a Inglaterra: uno fue farmacéutico; otro fue a trabajar en la casa Suárez, la mítica empresa del cruceño Nicolás Suárez en el Beni, donde se volvió ganadero. Únicamente Ramón Darío prefirió aprender en la vida, a seguir los consejos de Aurelio, a ser su socio. Opinaba que los estudios encasillaban la mente. Con el tiempo se convirtió en el más importante empresario de la región. En los últimos años de su vida, aseguraba que, entre alegrías, penurias, triunfos, fracasos, lágrimas y risas, mantuvo la fe, el amor, “la esperanza en un algo…”, un algo que le permitió combinar las inversiones en la industria, el comercio, la aviación, la agricultura y el liderazgo cívico.

 Había empezado a trabajar desde los 17 años fabricando ladrillos con las manos; fue después productor de alcohol en su destilería, ganadero, piloto de avión a los 45 años, columnista de medios de prensa, fundador de instituciones, mecenas cultural. “Terco, excéntrico, franco, ríspido y exigente”, describe Carlos Hugo Molina Saucedo al autodidacta que construyó una fortuna. “Bohemio, muy enérgico, cariñoso y generoso, duro con sus empleados” retrata Agustín Saavedra Weise al hombre que no dudaba en dejar su oficina para llevar en su avión a algún herido.

Disciplinado y a la vez tan osado para hacer piruetas en el aire mientras los pasajeros se aferraban a los brazos del sillón con un “Jesús” entre los labios. El hombre de cejas gruesas y ojos oscuros, de mandíbula apretada y de elegancia provinciana. “Quería mucho a Hugo Castellanos, gerente de la Cámara Nacional de Industrias y que era su representante en La Paz y escuchaba atentamente sus consejos”.

Aurelio le llevaba cinco años y era el más amado. Los unía un amor fraterno y un respeto y confianza que superaba las mejores historias de hermanos. Quería caminar junto a él mientras caía la tarde y se oía el quejumbroso mugido de las vacas llamando a sus crías, o al amanecer, cuando se distinguían los brotes de la tierra fecundada por la mano de un ser humano.

Como muchos jóvenes cruceños desde el auge de la explotación cauchera, Aurelio había viajado al Beni para hacer negocios. Desde ahí escribió una larga carta al hermano menor destacando las cualidades de la región y proponiéndole una sociedad aprovechando los títulos heredados para repartir equitativamente capitales y derechos. Ambos habían compartido una década de íntima comunidad y se sentían como los bueyes que juntos arrastran una carreta; la yunta que unida vence todos los obstáculos.

Contaban con tierras en un espacio donde históricamente se habían sucedido enfrentamientos entre ganaderos y chiriguanos, guaraníes, kereimbas —guerreros chiriguanos—, antiguos pobladores chané. Los pobladores autóctonos, conocidos como belicosos antes y durante la Colonia, olvidados por la República hasta los avances de las haciendas, se transformaron de guerreros en peones luego de la masacre de Kuruyuqui.

Muchos indígenas partieron a la zafra argentina o al Paraguay, y otros subieron hasta los gomales y no retornaron. En los mismos años en los cuales los visionarios fundaron la Cámara Nacional de Industrias, las fronteras en el sureste vivían con modos de producción precapitalistas y con regímenes de trabajo de semiesclavitud.

Si la Guerra del Chaco fue un terremoto de larga duración para toda la nación, lo fue aún más para esta zona y para la familia Gutiérrez. Cuando se iniciaron los primeros enfrentamientos en 1932, todos los hermanos Gutiérrez volvieron a Bolivia para alistarse voluntariamente; los que estaban en el país acudieron hasta el frente de batalla, vecino a su principal hacienda, en la provincia Cordillera.

Se presentaron Adolfo (33 años), muerto en la batalla; Aurelio (30), asesinado; Oswaldo (26), destinado al hospital; Ramón (25), Pablo (21) y Oscar (18), el más aguerrido, famoso por cruzar hasta las trincheras enemigas. Jesús, el mayor, por ley de la república, quedó a cargo del resto de la familia, pero acompañó la movilización nacional con logística desde sus propiedades.

 Aurelio fue baleado por un camarada boliviano, en enero de 1935, después de salir ileso de otros combates con el enemigo. Era comandante del fortín en Cañada Strongest, que marcaría a muchos futuros industriales y empresarios bolivianos o recién llegados. Una noche en la que compartía tertulia con militares amigos, apareció un oficial de más alta jerarquía para colarse en la charla, pero no le dieron cabida. Al amanecer, cuando aún las nubes no despejaban los primeros rayos del sol, sonó un disparo. Aurelio murió desangrado; el oficial desapareció y nunca pudo ser juzgado.

Mientras tanto, la familia defendía la patria, el departamento cruceño y su propia estancia. El principal pueblo de la región, Charagua, estaba en manos paraguayas. Cuando el ejército de los pilas paraguayos tomó esa población por dos días, pocos meses antes de finalizar la contienda, estableció el centro de comando de la operación en Itaguazurenda.

Ramón Darío Gutiérrez (primero de la izquierda) en la inauguración de San Aurelio