En el Caribe ya usaban cortinas rompeviento, pero pasaron 500 años antes de que aprendiéramos a prever su inexorable curso

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17 de septiembre de 2017, 4:00 AM
17 de septiembre de 2017, 4:00 AM

Fotos Weather Bureau, Nasa, John Carter Brown Library, National Hurricane Center

En su libro El lugar más asustador de la Tierra: Ojo a ojo con el huracán (Random House, 1994), el escritor David E. Fisher recoge un testimonio de Cristóbal Colón, datado en 1495, que da muestras tanto del compromiso que el navegante sentía hacia su misión expansionista, como del peligrosísimo desafío que la naturaleza planteaba en las aguas que llevaban al Nuevo Mundo.  "Nada a excepción del servicio a Dios y la extensión de la monarquía me expondrían a tal peligro", declara Colón en algún momento de ese año, durante su segundo viaje a América, en referencia al huracán que asoló las Antillas y provocó el hundimiento de tres embarcaciones.

El relato de Fisher da muestras de la impotencia de Colón en esos momentos, “cuando el huracán llegó al puerto, arremolinó las naves mientras estaban ancladas, cortó sus cadenas y hundió a tres de ellas con todos los hombres que estaban a bordo”.

La historia de la navegación por el Caribe y el Atlántico en los primeros tres siglos de la colonización está salpicada de notas sobre enfrentamientos encarnizados con las poblaciones de las islas caribeñas y sobre abordajes de piratas que buscaban apoderarse de las riquezas que la corona española explotaba en América, pero no se han popularizado así los recuentos de daños y pérdidas causados por las tormentas, tan extensas como imprevisibles y devastadoras, que recorren esas aguas entre julio y noviembre de cada año.

Algo de geografía y clima
Se trata de la temporada de huracanes, un fenómeno anual originado en vientos que provienen del Sahara, que se transforman en depresiones tropicales sobre el mar cerca de las islas de Cabo Verde, a unos 600 km al oeste de Senegal, en la mitad del Atlántico. Estas áreas de baja presión atmosférica se desplazan al oeste, hacia el Caribe, y se fortalecen con la evaporación del mar en los meses de mayor calor. Cuando los vientos en uno de estos sistemas tropicales alcanzan los 60 km/h, la tormenta recibe un nombre de una lista anual alfabética y se le hace seguimiento.

Huracán, como ciclón y tifón, son palabras que describen a esas tormentas circulares en distintos puntos del planeta y solo los distingue la ubicación geográfica. Los mayas, extintos pobladores de las costas mexicanas del Caribe, creían en Huracán (en maya: hunracán, ‘una [sola] pierna’ ‘hun, uno; racan, pierna’) dios del fuego, el viento y las tormentas.

Así, la temporada de ciclones tropicales en el Atlántico es parte de un sistema hemisférico de distribución de humedad que queda contenida en el norte por las costas del Golfo de México pero que desborda hacia el sur alimentando la enorme Amazonia. Ese desborde recorre Sudamérica y llega incluso a Bolivia, bordeando los Andes y la Cordillera Oriental. Los vientos que soplan casi constantemente desde el noroeste en Santa Cruz en esta época del año son una de las consecuencias climáticas más australes de esta cadena de eventos meteorológicos. 

De dioses y hombres
Hoy en día podemos ver un huracán de extremo a extremo desde la perspectiva del ojo multiespectral de un satélite, o podemos ser testigos de cómo lo ven los astronautas que habitan la Estación Espacial Internacional desde la órbita terrestre. Pero el conocimiento sobre el origen de las tormentas y el acertado pronóstico sobre su curso son ventajas que llevan apenas algunas décadas con nosotros. Permiten que, aunque las pérdidas económicas sean enormes, el saldo de víctimas mortales y de damnificados se haya reducido a mínimos incluso para huracanes tan poderosos como Harvey, que en agosto desató un diluvio sobre la ciudad de Houston, en Texas.

Pero siglos atrás, cuando los navegantes españoles llegaron, los indígenas respetaban a las tormentas como deidades, y la Colonia aprendió a temerles -y a predecirlos- a fuerza de perder cargamentos de oro y plata en trágicos naufragios. 

“Las peores tormentas de todos los mares del mundo son las de estas islas y costas”, escribió  en 1561 Bartolomé de Las Casas, fraile dominico y obispo de Chiapas, designado por la corona española como Procurador o protector universal de todos los indios de las Indias.

En las primeras décadas de la incursión europea en América, los españoles y luego el resto de los europeos, veían a los huracanes como poderes sobrenaturales. Esa visión, difería poco de la que tenían los pueblos caribeños, que si bien habían deificado a las tormentas, también habían aprendido a convivir con ellas de manera práctica. Eran parte del ciclo anual de la vida, según el investigador Stuart B. Schwartz. Las poblaciones isleñas plantaban hileras de árboles para crear barreras rompevientos y proteger sus aldeas, o recurrían a la yuca y otros cultivos que resisten mejor los vientos. 

La Colonia impuso ritos, cultura e idioma a los indígenas que conquistó, pero pese a que los consideraba inferiores, en más de un aspecto tuvo que admitir que el conocimiento local iba más allá del suyo. En el caso de los huracanes, los europeos tuvieron que “considerar e incorporar” parte de las cosmologías locales para su propio beneficio, afirma Schwartz, autor de Mar de tormentas: Una historia de huracanes en el gran Caribe de Colón a Katrina.

El aviso de Colón
El huracán de 1495 no fue el único que presenció el navegante. El que azotó la isla de La Española en 1502 fue una mezcla de suerte y tragedia que retrata esos primeros contactos entre europeos y fuerzas de la naturaleza en América. 

En 1502, durante su cuarto y último viaje, Colón desembarcó en Santo Domingo, que ya era el principal puerto español en la zona, para buscarse una nave adicional con la cual seguir explorando hacia el oeste. En el puerto estaba una flota española de 30 barcos preparándose para levar anclas y emprender el viaje hacia Sevilla bajo las órdenes de Francisco de Bobadilla, el investigador real que en 1500 había enviado a Colón encadenado de vuelta a España cuando las quejas en contra de su gobierno brutal causaron una revuelta.  

Los barcos cargaban el oro que había sido extraído mediante el trabajo forzado de indios taínos esclavizados. El gobernador local, Nicolás de Ovando, designado para restablecer el control real tras siete años de gobierno de Colón, tampoco se llevaba bien con el navegante y por ello ignoró las advertencias que éste le hizo para que mantenga las naves en el puerto por unos días ya que una corriente desde el sureste, cirros muy altos en el cielo y un clima brumoso era indicios de que una tormenta se acercaba.

Ovando desestimó el aviso e incluso algunos marineros se burlaron de las pretensiones proféticas de Colón.

La flota zarpó, relata Schwartz, y también lo hizo la de Colón, que sin embargo, solo salió del puerto para buscar una bahía que protegiera sus barcos del vendaval. La flota de Ovando quedó atrapada por sorpresa en el huracán a dos días de haber dejado el puerto. 

Según los registros de la corona española, 20 carabelas se fueron a pique junto con sus tripulantes y riquezas. Sobrevivieron algunos marineros de otros seis barcos que también se hundieron, y apenas tres o cuatro naves permanecieron a flote.

Teología y meteorología
Solo uno de esos barcos sobrevivientes, el que cargaba la porción de oro que correspondía a Colón, continuó viaje hacia España. Según Schwartz, ese golpe de fortuna, que provenía de una aparente habilidad para interpretar el clima antes de la llegada de un huracán, le costó a Colón rumores en la corte real de que practicaba magia, de que tenía un pacto con el Diablo, y hasta de que fue él quien invocó la tormenta para eliminar a sus enemigos.

En una de sus crónicas posteriores, Bartolomé de Las Casas asegura que después de ese episodio, Colón estaba convencido de que una mano providencial había salvado su tesoro y eliminado a su rival Bobadilla, junto con 500 hombres y el resto del oro.

En esta historia con saldo mortal asoma por primera vez para los colonizadores la necesidad de una meteorología que explique el clima del Nuevo Mundo. 
Más allá de sus creencias, Colón da muestras de haber puesto en práctica conocimientos teóricos para entender y sobrevivir a una tormenta en un tiempo en que las explicaciones de la naturaleza pasaban por intervenciones providenciales o actos diabólicos. 

Aunque los navegantes europeos sabían de mal tiempo en el Mediterráneo y en el Mar del Norte, la intermitencia y la severidad de los ciclones tropicales en las Indias eran un desafío para el entendimiento que generaba tensiones entre la teología, la teoría y la experiencia, escribe Schwartz. Era una época en que lo que no era obra de Dios, era obra de algún demonio y esa dualidad demoró por décadas una aproximación más científica para las tormentas.

Mientras tanto, los naufragios y pérdidas en las islas del Caribe se acumulaban. El archivo del Centro Nacional de Huracanes de EEUU (www.nhc.noaa.gov), documenta al menos 80 ciclones que hundieron barcos o arrasaron puertos en las costas del Caribe y el Golfo de México en el periodo entre los viajes de Colón y mediados del siglo XVII. Solo después de 1643, la invención del barómetro por Evangelista Torricelli dio paso a la difusión de los instrumentos básicos para una meteorología capaz de pronosticar el clima y los huracanes.

Por otra parte, la llegada de los primeros colonos anglosajones al territorio norteamericano modificó la noción española de dar respuesta a los huracanes desde una perspectiva únicamente divina y sobrenatural. 

A partir de 1620 y según la mirada de las comunidades protestantes, si bien Dios castiga con vientos o puede levantar su mano para impedirlos, “ya no se trata solo de las acciones y las razones divinas, o de si fuerzas malévolas impulsaban las tormentas”, si no de “qué hacían cada año los hombres, las mujeres y sus gobiernos, moral y materialmente” antes de que llegara la temporada en que subía la temperatura de las aguas y los vientos de agosto comenzaban a soplar”, escribe Schwartz.

La Ilustración y más allá

Según Sherry Johnson, investigadora del Departamento de Historia de la Universidad International de Florida, la meteorología de huracanes se mantuvo en un estado primitivo hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando la Ilustración propició avances científicos e ideológicos. 
En ese periodo mejoró la precisión de los manuales y mapas de navegación, lo que beneficio en principio a las flotas reales que transitaban cargadas de oro por la región de los huracanes.

La autora de Historia y ciencia de los huracanes en el gran Caribe cuenta que fue en 1821, poco más de 300 años después de la llegada de Colón, que William
C. Redfield describió con certeza por primera vez la forma circular de los huracanes y su rotación en sentido inverso a las manecillas de un reloj. Es a partir de entonces que se los denomina ciclones, con base en un término griego que describe las espirales del cuerpo de una serpiente.
Pero los primeros intentos de predecir el rumbo de las tormentas datan de casi 100 años después, ya a finales del siglo XIX.

El telégrafo se había vuelto un instrumento relativamente común y permitía enviar avisos oportunos a zonas en riesgo de recibir el impacto de un huracán. En 1849, la Smithsonian Institution empezó a proveer de instrumentos meteorológicos a las estaciones de telegrafía de EEUU, con lo que nacieron las primeras redes de observación del clima.

El primer paso hacia alertas tempranas en el Caribe, data de 1870, con el establecimiento en Cuba del primer servicio de avisos sobre huracanes, dirigido por el padre Benito Viñes.

Durante las siguientes décadas, como resultado de la independencia de Cuba y la intervención estadounidense, la emisión de esas advertencias pasó a ser responsabilidad de la agencia de previsión del clima de EEUU. 

Esa oficina tenía sedes en Jamaica y en Cuba, hasta que la central fue llevada a Washington, lo que dio paso a la creación del Centro Nacional de Meteorología de ese país. En los primeros años del siglo XX, las tareas fueron asumidas por el Centro de Prediccción del Clima.

Pronosticar, única opción

A partir de 1900, escribe Johnson en su libro, los medios para entender y prever la fuerza y rumbo de los huracanes se hicieron más comunes y precisos. El uso de globos y cometas con instrumentos meteorológicos en el Caribe fue seguido por la introducción de aviones de reconocimiento climático que se desarrollaron durante la II Guerra Mundial. Tras esa conflagración, la carrera espacial entre EEUU y la Unión Soviética, en el marco de la Guerra Fría, propició la puesta en órbita de satélites capaces de observar el clima y de fotografiar la Tierra desde la órbita. El primero de ellos, equipado para observar patrones en las nubes, fue lanzado en 1960. 

De esos años también datan los vanos experimentos para tratar de restar fuerza o desviar artificialmente a los huracanes. Entre las opciones consideradas por los organismos climáticos de EEUU estuvieron el sembrado de nubes, la construcción de rompevientos, e incluso el uso de armas atómicas. Sin embargo, todos esos proyectos se toparon con la naturaleza monstruosa de las tormentas. Un huracán puede tener unos 800 km de diámetro y no existe fuerza humana capaz de alterar su curso o aminorar su potencia destructiva. 

Por ello, las investigaciones continuaron en busca de mayor precisión en los pronósticos. A comienzos de los años 80 ya se usaban boyas y radares meteorológicos para ese efecto, y desde el año 2000, la transmisión de datos en tiempo real nos permite ver en directo el momento en que el ojo de una de estas tormentas toca tierra y arrasa con todo a su paso.

Desde la distancia, somos testigos del desastre, pero esa misma información es la que permite salvar miles o decenas de miles de vidas cada año. Y sin embargo, en 2005, el huracán Katrina arrasó la ciudad de Nueva Orleans, en Louisiana, y dejó un saldo de 1.833 muertos. 

En tiempos de cambio climático, deshielo de los polos y aumento gradual de la temperatura de los mares y la atmósfera terrestre, la ciencia de la predicción del clima se vuelve crucial para el Caribe, una región dispar salpicada de islas en las que reina la pobreza. Los huracanes seguirán su curso caprichoso y solo el pronóstico acertado permitirá evitar más trágicos episodios.