Cuando un joven cae en adicción, arrastra consigo a toda la casa 

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24 de febrero de 2019, 4:00 AM
24 de febrero de 2019, 4:00 AM

Ese niño que crié, que pensé que conocía a la perfección y que ahora me pregunto quién es”, dice David Sheff, papel interpretado por Steve Carell en la película Beautiful Boy (siempre serás mi hijo), que narra la historia de un joven que atraviesa el trance de la drogadicción. Sin familia disfuncional, sin lo que se cree son los paradigmas que determinan una adicción, simplemente ocurrió.

Pero lo que pocas veces se aborda y que el filme muestra de forma diferente es el problema desde la perspectiva de los padres, del día a día, de la incertidumbre y el sufrimiento en silencio, como víctimas colaterales del vicio.

EL DEBER invitó a cuatro personas a compartir sus recuerdos, porque la droga es pasado pisado. Son rehabilitados, de los no tantos en número que vieron la luz al final del túnel. No tienen problema en mostrarse y contar sus historias para que sean útiles.

Miguel Senzano (65) tuvo la familia perfecta, estaba estudiando Ingeniería Agronómica en Argentina cuando un disparo en la cabeza acabó con la vida de su padre, debido a un accidente laboral. No entendía el vacío, solo lo llenaba con alcohol -inicialmente- siguió con marihuana, luego cocaína y hasta pasta base. “Tapaba mi herida con una personalidad adicta”, reconoce. Es que avizoraba su futuro trabajando con su progenitor, que justo se jubilaría cuando Miguel acabara la carrera, y juntos iniciarían negocios agrícolas.

Único hijo varón de una mamá sola y dedicada a trabajar, cayó en el mundo de las drogas por 13 años, cuando los estupefacientes tuvieron su auge en Santa Cruz, en la década del 70. Dice que no llegó al extremo de robar en casa, pero cada vez que se perdía algo nadie creía en su inocencia, y para sostener el vicio empezó a comercializar cocaína sentado en La Pascana, vendiendo a los turistas.

Cuando su madre se enteró, intentó recuperarlo con sicólogo, siquiatra, etc., pero lo único que funcionó fue internarlo en el centro de la iglesia Peniel, la primera especializada en el tema en Santa Cruz. Hoy es pastor cristiano, ha dirigido el centro de rehabilitación Arca de Noé, ha superado un cáncer de próstata, es padre de cinco hijos, y con uno de ellos “corcoveó” por el mismo problema de él y supo cuánto hizo sufrir a su madre; “a veces uno descuida su propio hogar por ayudar a otros”, confiesa. Su tabique nasal perforado de tanto consumo de cocaína le recuerda el oscurantismo por el que pasó. “Hice una lista y le pedí perdón por los desvelos, por el llanto, por las amanecidas viendo noticias por si yo aparecía en una de ellas”, dice. Tiene la dicha de que su mamá disfruta su restauración desde hace 31 años.

Miguel cree que la solución no es buscar la rehabilitación para dar gusto a alguien, como hizo él cuando su madre se lo pidió, sino por uno mismo.

“La adicción crece, hay una especie de aceptación del vicio de parte de la familia, aunque con preocupación. El mayor problema es que los padres se dan cuenta de que sus hijos son adictos años después de que empiezan con el consumo de drogas”, opina desde la experiencia. “Cuando se los encara, los adictos lo primero que hacen es negarlo y enojarse.

Buscamos ayuda, muchas veces el vecino sabe que uno consume y la familia no. Fallé porque al comienzo busqué ayuda por dar satisfacción a mi madre, con sicólogo, luego siquiatra, pasaba un mes o dos limpio, pero regresaba. Los problemas que originan la drogadicción son bastante profundos”, dice.

A Fabián Cerezo (26) sus padres le descubrieron la adicción cuando llegó a casa escoltado por policías por comercializar cocaína. Comenzó con el consumo de alcohol a los 19 años, cuando entró a la ‘U’, luego siguió con marihuana, y por último cocaína. “Cuando me enteré me sentí defraudada como mamá, según yo nunca le faltó nada, pero la sobreprotección empezó a dar problemas, y nos dimos cuenta de que éramos papás-plata, solo comprábamos cosas”, dice Guely.

Llevó a su hijo a rehabilitación ambulatoria por seis meses, pero vio que no funcionó cuando le hizo una prueba de doping. Advirtió a Fabián con cerrarle la puerta del hogar y lo obligó a internarse en el centro Arca de Noé de la iglesia Casa de Oración.

Estuvo más de un año recluido, con tiempo suficiente para pensar. “Me conocí, vi lo que tenía en casa, entendí que tenía sobreabundancia y valoré a mi familia”, recuerda Fabián. Gracias a su drama escarbaron tanto que reconocieron y restauraron problemas en el matrimonio de sus padres y en la vida de sus hermanas. “Dios hizo todo”, dice el papá de tres hijos, hoy ingeniero petrolero.

Víctor Manuel Stortoz tenía 12 años cuando tuvo su primer encuentro ‘alcohólico’ en su casa en Argentina, a solas, con las bebidas de su padre. Le gustó la sensación, más adelante vinieron las drogas, al punto de incluir entre sus experiencias de adicción un par de noches durmiendo en la calle, en el mercado Mutualista y robando, cuando ya estaba en Santa Cruz. “No hay adicto que no hubiera cargado alguna garrafa”, bromea con algunos de sus pacientes en las terapias.

Tuvo la dicha de que su madre lo vio rehabilitado, pero no ocurrió lo mismo con su padre, que murió antes de eso. Cree que para su progenitor la parte dura tuvo que ver con sentir derrota al no ver el problema superado.

Cuando venció a las drogas, Víctor decidió, como muchos de los rehabilitados, que el trance debió dejar algo. Hoy es terapeuta para personas con problemas de conducta y comportamientos adictivos, aprobado por el Ministerio de Educación, por la Asociación Boliviana de Comunidades Terapéuticas y aprobado por la Federación Latinoamericana de Comunidades Terapéuticas. Trabaja en la Fundación para la Familia y tiene su propio lugar de terapia, llamado Proessa.

Mientras ayudaba al prójimo, una de sus hijas, Bárbara, pasaba por la inyección de cocaína en Argentina. La trajo a Bolivia, y hoy, junto a ella, y a su yerno Pedro, también rehabilitado, llevan adelante Proessa.

Desde la experiencia en carne propia entienden a quienes llegan a pedir auxilio y tratan de sacarlos del abismo. Las cifras no son tan alentadoras, pero ellos son la mejor prueba de que se puede.

Al ver a Jorge Cuéllar Saucedo (34) es misión imposible creer su historia. Da la impresión de que por su cuerpo no hubieran pasado las drogas y el alcohol desde los ocho años.

Tenía la familia perfecta, y a los ocho años perdió a su padre, su madre se dedicó sin reservas a él y sus hermanos, pero sobre todo, le dedicó toda su confianza como hijo mayor. “Era el adulado”, se jacta él. Pero eso no era suficiente.

Su madre, Gilda Saucedo, le compró una motito, y él empezó inhalando la gasolina cuando era un niño. A los 14 se inició con marihuana, a los 15 ya consumía cocaína. Eso le duró hasta los 23 años, los últimos tres con una adicción tan profunda que vagaba por las calles, robaba cosas de su propio hogar y también asaltaba. Tuvo cuatro sobredosis, era agresivo, lo reconoce, sus amigos se alejaron, cuando lo veían se cambiaban de vereda, y aunque su madre lo acompañó siempre, cuando se sintió en una soledad infinita, le pidió auxilio.

Le costaba mucho aceptar que su hijo era drogadicto. “Es una calamidad para una madre ver como su hijo se va acabando, veía sus reflejos, cómo cambiaban, sus irresponsabilidades de todo tipo, por ejemplo con la movilidad, etc. Los padres no queremos aceptarlo, yo fui una madre trabajadora y dedicada a ellos sin reservas”. Recuerdo que siempre lo vigilaba, hasta mandaba seguirlo para ver cómo estaba, dice.

Lo llevaron a todo tipo de terapias, se mudaron de La Paz a Santa Cruz -todos- para recuperar a Jorge. Pasó por 29 centros de rehabilitación, su madre, Gilda Saucedo, hasta lo mandó a Europa, pero nada daba resultado.

Cuando Gilda empezó a asistir a la iglesia Tiempo de Cambio, liderada por un pastor que también se había rehabilitado, empezó a obedecer los consejos que le daban. Ignoró a su hijo a pesar del dolor de madre, sus hermanos fingían que no lo veían, para que sintiera el peso de las consecuencias de sus acciones y adicciones.

Jorge, que provenía de familia cristiana, recuerda que en medio del infierno que se desataba en su cabeza, en sus pocos ratos de lucidez, se aferraba a unas palabras de su madre: “tenemos un Dios bueno”. En medio de la desesperación habló con ese Dios del que tanto escuchaba de niño. “Si de verdad existís por favor ayudame”, le pidió. Y dice que desde ese instante empezó el cambio.

Salió del hoyo luego de ir a terapia. Hace diez años que no sabe lo que es probar alcohol, tabaco o drogas, dice que no extraña nada de su pasada vida. Hoy es un joven pastor de la iglesia Tiempo de Cambio, apoya a personas son problemas de adicción, su pasión de niñez de vivir al límite la canalizó en un oficio adrenalínico, es piloto comercial y de forma permanente viaja incluso transportando autoridades.

La persona que no quiso tener una relación con él en los viejos tiempos por su inestabilidad emocional, hoy es su esposa. Precisamente, se reencontró con ella gracias a uno de sus permanentes viajes. Tiene dos hijos pequeños, completamente sanos, sin secuelas, igual que él, y por eso se siente muy agradecido.

Su hermana Gigy es pastora, como él, y el esposo de ella también, y su madre.

Diez años después de vivir como zombie, siempre alejado de la realidad, Jorge posa con una familia en versión mejorada de la que tenía antes de la adicción. Con vehemencia da una recomendación después de transitar por el dolor, con el deseo de ahorrar tiempo y sufrimiento a padres e hijos que juntos viven el mundo de los estupefacientes y el alcohol. “No busquen a Dios en último lugar como hice yo. Ese debe ser el primer paso”, aconseja.

Miguel Senzano, que ya ha visto muchos casos en su trabajo apoyando la rehabilitación, dice que no hay prototipo para caer en drogas “No importa si se proviene de una familia funcional, cualquier persona puede estar en riesgo de ser adicta, no hay un por qué específico. Pero el denominador común en todos los casos es el dolor, en distintas formas, convertido en vacío”, argumenta.

Si bien los padres y el entorno hogareño ayudan, hay casos en los que pueden perjudicar. Desde los casos que ha acompañado, Jorge llegó a detectar padres que se habituaron a una especie de relación tóxica, y que en sanidad no saben qué hacer con ella. Por eso, una de las sugerencias de varias terapias es que la terapia sea familiar. “Todos deben involucrarse y ser restaurados”, coinciden.

6. Pasado pisado. Miguel Senzano, en sus épocas difíciles, junto a su progenitora.
7. Prueba superada. Fabián Cerezo, acompañado de su madre, Guely de Cerezo, después de rehabilitarse y sacar su título como ingeniero petrolero
Fabián Cerezo. Hoy es profesional, hombre casado y papá de tres niños
Miguel Senzano. En la plenitud de una familia libre de los vicios. También superó el cáncer de próstata
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