10 de julio de 2022, 4:00 AM
10 de julio de 2022, 4:00 AM

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En los últimos dos años, todos los esfuerzos de la comunidad científica, los gobiernos, los organismos internacionales y la industria farmacéutica, por citar solo a los sectores más visibles, se han volcado a encarar y combatir el nuevo coronavirus, el Covid-19. La declaratoria de epidemia mundial, acompañada de una serie de medidas restrictivas y radicales como el de la cuarentena, fue la respuesta inmediata para tratar de contener un virus que, de enero de 2020 a la fecha, ya afectó a alrededor de 555 millones de personas en el mundo, el de las que han muerto más de seis millones.

Por supuesto que son cifras asustadoras, frente a las cuales es imposible no alarmarse, más aún frente al aumento exponencial de casos detectados, sobre todo en el inicio de la pandemia. Pero, ¿será esta la única o la más grave de las enfermedades que padece hoy el mundo? Escuchando el informe compartido por el responsable de un programa del Servicio Departamental de Políticas Sociales de la Gobernación de Santa Cruz, con foco en la prevención y atención de niños, niñas y adolescentes víctimas de todo tipo de violencia, así como los datos ofrecidos por el Centro de Salud Mental “Blanca Añez de Lozada” que funciona en Santa Cruz de la Sierra, y que atiende a gente de todas las edades, bien podemos asegurar que hay otra enfermedad aún más grave, pero oculta.

Oculta es una forma de decir. En realidad, es muy visible. Está a la vista de todos, cada vez con más prensa, pero a la que nos resistimos en reconocer, vaya una a saber porqué. Es la “peor de las enfermedades padecidas por el hombre: la violencia”, como lo narra con un dolor profundo Héctor Abad Faciolince en el libro “El olvido que seremos”, publicado por primera vez en 2017. Aunque la dolorosa afirmación surge de una historia real padecida en Colombia en las últimas décadas del siglo pasado por “conflicto armado entre distintos grupos políticos, delincuencia desquiciada, explosiones terroristas, y ajustes de cuentas entre mafiosos y narcotraficantes”, bien puede calzar en la realidad actual. La nuestra y la del mundo. Pero comencemos por la nuestra, la nacional, departamental o municipal.

No hay día en el que no circule por los medios de comunicación y las redes sociales una o más noticias referidas a algún hecho de violencia. Con víctimas, unas sobrevivientes, otras muertas. Muchas de ellas, niñas, adolescentes, mujeres. Solo ese programa de Sedepos, al que aludo antes, ha registrado un incremento del cien por ciento en los casos que llega a atender en Santa Cruz: en los seis primeros meses ha sumado más de doscientos casos, un número al que llegó en los doce meses de 2021. Estamos hablando de una muestra bien pequeña, restringida a casos que llegan a ser denunciados y cuyas víctimas son menores. Algo similar ocurre en el Centro de Salud Mental: el director médico ha atendido a más de 650 pacientes en el primer semestre del presente año, en consultas diarias de tres horas, casi la misma cifra que la registrada a lo largo de 2021. Y se trata solo de uno del equipo de profesionales en salud mental que tiene el centro.

Hago referencia a los datos del Centro de Salud Mental, porque muchos casos que llegan hasta allí tienen origen en la violencia física y emocional, no siempre puesta en evidencia. Un mal al que se suma la falta de un registro serio, efectivo, de cada uno y todos los casos de violencia en cada municipio y departamento. Y sin un censo, sin estadísticas claras y actualizadas, “es imposible planear científicamente una política pública” capaz de luchar contra esta grave pandemia, la de la violencia. Pero, ¿seguiremos ciegos, sordos y mudos frente a ella, o paralizados por la apatía, a la espera de que otros den el primer paso, para solo entonces reaccionar y actuar? Para entonces, puede ser demasiado tarde.

Este es el momento de tomar iniciativas desde el nivel local y el departamental, echando mano de las competencias autonómicas reconocidas constitucionalmente. Entre otras, y con urgencia, la de declarar una alerta municipal o departamental que permita poner en marcha una estrategia clara de prevención y lucha contra la violencia, basada no más en supuestos, sino en un estudio epidemiológico que permita conocer los factores que la desencadenan, como lo sugirió en 1962 el médico Hector Abad, padre del autor del libro ya citado en este artículo y a cuyas páginas no me canso de volver. Tal vez, esperanzada en encontrar allí la fórmula para neutralizar al “peor agente nocivo”, el más letal, que no es el hambre, ni la diarrea, malaria, cáncer, virus o bacterias: el propio hombre o mujer, causante de la violencia, como lo afirmaba el “poliatra” Abad Gómez.