17 de mayo de 2022, 4:00 AM
17 de mayo de 2022, 4:00 AM


En los últimos meses la sensación dominante es que el país ha perdido el rumbo. Sin una garantía jurídica que le dé al ciudadano común un mínimo de certezas, atestiguando día a día un Poder Judicial transformado en un mecanismo represivo altamente amenazante, con un Congreso en que la mayoría masista ignora todos los parámetros de una democracia representativa y se muestra arrogantemente transgresor, un Poder Ejecutivo que hace gala de su ineficiencia, un presidente dedicado en exclusiva a lidiar con la sombra del evismo, medios de comunicación televisiva transformados en una grotesca crónica roja mezcla de glamour de mala calidad y desinformación en dosis masivas, un escenario de corrupción gubernamental que un destacado analista calificó de increíble y posible solo en estas latitudes del globo, un partido que se apropió de la historia y rifó sus posibilidades por una sobredosis de odio, racismo y discriminación, una oposición que intenta reconstruir la política cercada por un Gobierno autoritario y unipolar, en fin, una nación devastada.

El panorama que el ciudadano común tiene en frente, es un país cuya moral ha sido aniquilada bajo el pretexto de refundarse, sus símbolos pisoteados al punto de terminar a las puertas de un prostíbulo, su autoestima aniquilada y sus esperanzas reducidas a su mínima expresión.
¿Cómo llegamos a esto? Llegamos después de 15 años de un régimen que racializó la política, judicializó la disidencia, encarceló al opositor, desmontó una a una las instituciones jurídicas, culturales, políticas y morales a título de una revolución cultural que lo único que pretendía era fascistizar el poder al mejor estilo hitleriano y eternizar a un caudillo cegado por sus odios.

Bajo este panorama, ¿podríamos acaso esperar que los esfuerzos que las instituciones democráticas (partidos, plataformas, agrupaciones ciudadanas) realizan encuentren un camino expedito? Imposible. La caída del régimen en 2019 representó el fin de un ciclo iniciado en 1952, el agotamiento de un modelo de Estado cuyo poder emergía de las pulsiones populares que ya no corresponden a esta nueva etapa de la historia nacional. Los 70 años del nacionalismo terminaron en un indigenismo equivocado y hoy las viejas nociones y categorías de la izquierda fracasada pugnan por mantenerse frente al poder ciudadano, cuya fuerza no proviene del “campo popular”, sino, más bien, de las amplias y diversas esferas ciudadanas donde las clases sociales que vivieron enfrentadas a lo largo de toda nuestra historia, han dado paso a las batallas por mayores espacios de participación y representación de las identidades, tanto urbanas como rurales.

Presenciamos el duro tránsito entre dos formas estatales, un proceso de descomposición política y social producto del fin de un ciclo en manos equivocadas. Este maremágnum no es más que la búsqueda de una solución de continuidad histórica, en la que reconstruir la nación, la política, los partidos, la identidad nacional y la imagen de una nación digna de avanzar en la modernidad victoriosa, deviene como una tarea titánica, caótica y peligrosa.

No es la primera vez, ni el único país que tiene que enfrentar este trance. En la nuestra ya pasamos al menos dos momentos de transición histórica, a lo que se suma que esta vez, el poder ciudadano es, sin duda, la fuerza hacia el futuro.

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