7 de junio de 2021, 5:00 AM
7 de junio de 2021, 5:00 AM


La realización de fiestas clandestinas, donde abunda el consumo de bebidas alcohólicas y hay aglomeraciones, es algo que una mente racional no puede comprender y que solo se puede explicar en el marco del egoísmo de quienes son sus protagonistas. Hay que recordar que el viernes (último día hábil de la semana pasada) se marcó el récord de contagios de toda la pandemia: 3.600, las muertes han estado bordeando la centena y la mayoría de departamentos está en el pico de la tercera ola de coronavirus.

De acuerdo con el reporte del Servicio Departamental de Salud (Sedes), en este momento los que más se contagian son menores de 40 años, pero los que más mueren tienen más de 60 años. Eso quiere decir que los más jóvenes están llevando el virus a sus casas y están causando el deceso de los padres y abuelos. ¿Es comprensible? Se entiende que nadie, en su sano juicio, desea que falte un ser amado en su familia. Sin embargo, al parecer la batalla no se libra con inteligencia sino con impulsos y costumbres que, lejos de la razón, se convierten en armas mortales contra la sociedad.

El director del Sedes, Erwin Viruez, dijo a EL DEBER que las peores proyecciones son graves si no se actúa drásticamente contra el contagio. Es cierto que el Estado, en sus tres niveles de Gobierno, tiene la obligación de proveer de recursos humanos, medicamentos, oxígeno, camas hospitalarias y todo cuanto haga falta para atender a los enfermos; pero nada es suficiente si no hay una acción consecuente en cada casa, lo que demanda que cada individuo asuma la responsabilidad por su propia vida y por la de los seres que están más cerca de él o ella.

El derecho individual acaba cuando entorpece el de otras personas. De acuerdo con datos de la ciencia, la mayoría de los contagiados no reporta síntomas o estos son tan leves que pasan casi desapercibidos, pero esa persona se convierte en un transmisor del covid-19, con el agravante de que ni él ni sus víctimas son conscientes de ello. Esa debería ser razón suficiente para evitar el jolgorio y sacrificar por un tiempo la vida social a cambio de que se superen estos momentos críticos. Los colegas de trabajo, los vecinos y la propia familia estarán agradecidos con una conducta así. Pero, claro, eso demanda inteligencia y empatía, que la vida gire más allá de sí mismo y sus diminutas circunstancias.

Las condiciones en Bolivia son particularmente difíciles. Las nuevas vacunas llegarán este mes, pero dentro de varios días; ahora es más difícil o costoso acceder a las pruebas para detectar el coronavirus; los medicamentos siguen faltando y, cuando se los encuentra, cuestan una fortuna que la mayoría no tiene. Entonces, ¿para qué tentar a la muerte y provocar el dolor? El cierto que el Estado está obligado a cumplir su responsabilidad en cada nivel de gobierno y no hay que dejar de exigirle que lo haga, pero nada evitará el colapso si se mantiene la irresponsabilidad individual.

Si los hijos no lo comprenden e insisten en las fiestas, son los padres quienes deben ejercer la autoridad que el caso aconseja. En el caso de los adultos irresponsables, será el control social el que ayude a evitar más egoísmo.



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