16 de marzo de 2021, 5:00 AM
16 de marzo de 2021, 5:00 AM

¿Hacía falta tomarle fotos de frente y de los dos perfiles con el número de su cédula de identidad a la expresidenta Jeanine Áñez, como se hace con los forajidos, narcotraficantes, violadores y asesinos? Y aún más ¿hacía falta difundir públicamente esas imágenes a las que solo tienen acceso las autoridades penitenciarias dependientes del Ministerio de Gobierno?

¿Puede llegar a esos extremos la intención de humillar, dejar precedente –“sentar la mano” se dice en tiempos de autoritarismo- al punto de tratar a una mujer boliviana y la más reciente exmandataria del país en esa forma tan denigrante que se ha hecho estos días desde su aprehensión en ropa de casa hasta las imágenes detrás de rejas y ahora ‘fotografiada’ como una delincuente común? Ni siquiera el ex General Luis García Meza, él sí dictador que llegó al poder con golpe militar de Estado y ordenó asesinatos y torturas, mereció un trato tan vejatorio como Jeanine Áñez, al punto que aquel entró en prisión una vez que existió una sentencia condenatoria en su contra, y no antes.

Es muy probable que la orden para dar ese trato a la expresidenta no venga de la cabeza del Ministerio de Gobierno y quizá ni siquiera del presidente Luis Arce, sino de más arriba o de más allá. Y en ese detalle radica el motivo de una mayor preocupación por lo que está pasando en el país.

Esas señales parecen apenas la punta del iceberg de una escalada represiva de proporciones aún insospechadas, que tiene en carácter de hipótesis un objetivo en apariencia descabellado y absurdo del que muchos ya están hablando, pero absolutamente posible en un escenario donde la búsqueda o el retorno al poder es el delirio mayor de los caudillos.

Los acontecimientos que el país ha comenzado a presenciar incrédulo podrían ser apenas el inicio de una desestructuración del sistema democrático en la que ni siquiera la comunidad y los organismos internacionales podrán hacer nada efectivo más allá de las ‘condenas’ a las que están acostumbrados como límite máximo de sus determinaciones. Aparte que demasiados problemas tienen los países en este momento con sus políticas de salud y las crisis económicas a consecuencia del coronavirus, como para que tengan energías e interés de ocuparse de un problema ajeno como el de Bolivia.

Cuando un Gobierno se anima a pasarse por encima la contundencia de las evidencias, el registro de la historia o lo indiscutible de una verdad, entonces hay que entender que ha llegado la hora de preocuparse.

A la vez, alguien que se anima a remar en sentido contrario de la caída de las aguas de una abrumadora cascada, es porque tiene una poderosa cuerda que desde arriba jala el bote. Para quien tiene el control total de los órganos de la fuerza (Fuerzas Armadas y Policía Nacional), de las instituciones de la justicia (fiscales, jueces, magistrados) y del Gobierno mismo, demostrar lo imposible es una misión posible.

Con los escasos pero suficientes antecedentes de estas últimas horas, Bolivia podría estar tocando las puertas de ingreso de un sistema político que poco tiene que ver con la vigencia del Estado de derecho y el respeto de las leyes: un escenario donde la democracia, sus instituciones y sus formas son ya solo apariencias que guardar para fines de relacionamiento internacional.

Llegado este punto, demostrar que no hubo fraude electoral, y que, por el contrario, lo que sí existió fue un golpe de Estado, es apenas un trámite judicial donde quienes escriben la sentencia recibirán redactado el texto final.



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