11 de marzo de 2022, 4:00 AM
11 de marzo de 2022, 4:00 AM


Muchos elementos y partes del discurso de la corriente indianista en América del Sur fueron construidos y moldeados, artificialmente, por organizaciones no gubernamentales que ayudaron a romantizar un imaginario pasado idílico de las llamadas “culturas originarias”, resumido en la filosofía del “vivir bien” y el “pachamamismo cultural”. 

La creación y recreación de un ambiente de fantasía y el retorno a la supuesta armonía de los ancestros fue uno de los principales atractivos de la propuesta del llamado “proceso de cambio” que reparaba, en algo, el sentimiento de culpa de la comunidad internacional y entusiasmaba a las clases medias nacionales y al grueso de la población mestiza, con fuertes raíces indígenas. Eso, sumado al fracaso de los partidos políticos tradicionales, explica -en parte- el gran apoyo con el que el MAS llegó al poder.

Después de los casi quince años de Morales en el Gobierno, y la demostración fehaciente de tantos o más casos de corrupción que las anteriores administraciones, la credibilidad de la “reserva moral” del movimiento “indígena originario campesino” tiene graves e irreparables fisuras que no permiten que pueda seguir siendo usada como bandera política.

El escandaloso y desvergonzado robo en el Fondo Indígena, donde se mal ejecutaron obras, se inventaron decenas de proyectos fantasmas y se malversaron millones de bolivianos a cuentas particulares, es uno de los cientos de ejemplos que muestran que la corrupción no depende del color de la piel.

La evidencia empírica derriba muchas narrativas forzadas y utópicas como lo de la ética y herencia cultural de los pueblos originarios, que si nos ponemos puntillosos, tampoco son estrictamente originarios. Martín Caparrós, en su último libro,
Ñamérica, dice: “Los llaman, en esta etapa de la culpa, pueblos originarios, como si hubieran crecido en las ramas de una palma -o como si la historia no existiera. Como si, en vez de haber llegado y haber ocupado y haber peleado por un lugar o unos recursos con otros que habían llegado y ocupado -como sucede en todas partes, penosamente, siempre-, hubieran crecido en esas ramas (…).

Todos somos migrantes: todos los hombres llegaron, en algún momento, de otro lado. Pero en ningún lugar está tan claro como aquí: hasta hace veinte o treinta mil años no había personas en todo el continente, y todas las que lo poblaron desde entonces hasta la llegada de los españoles fueron los descendientes de esos migrantes que vinieron de Asia”.

La idealización de la imagen ingenua e inocente de esos buenos salvajes roussonianos, resumida en la sensiblera frase de Choquehuanca: “Nuestra verdad es muy simple: el cóndor levanta vuelo solo cuando su ala derecha está en perfecto equilibrio con su ala izquierda”, pretende olvidar que hay suficientes pruebas y evidencias del sacrificio de niños en ofrenda a sus dioses. 

El mismo Caparrós cita las conclusiones de un equipo de arqueólogos de la Universidad Nacional de Trujillo: “El mayor sitio de sacrificios de niños en el mundo está en Huanchaco, en la costa del norte peruano, donde desenterraron 227 chicos entre cuatro y catorce años, sacrificados hace más de mil por la cultura Chimú para pedir a algún dios que mejorara el clima. No es para nada el único; solo el más grande”.

Los imperios, de las teocracias autoritarias y explotadoras de antes, se parecen mucho a los de ahora que siguen sacrificando inocentes a punta de balas, misiles y torpedos para conquistar tierras y velar por sus intereses. La especie humana, más allá de sus tonalidades y diferencias, es nomás la misma en cualquier tiempo y lugar del mundo.

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