Opinión

La cola de Beatriz

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29 de enero de 2021, 8:43 AM
29 de enero de 2021, 8:43 AM

El calor se encargó de convertirme en una especie de anticucho ahumado. Un quitasol comprado de un ambulante y un toco salvador me permitieron aliviar mis choquezuelas en la mañana infernal y mis posaderas le dijeron gracias a la vida que me dieron tanto y, con un suspiro de alivio, pude acuclillarme. Ya reconfortado en mi precario cubículo, no podía ver cómo marchaban las cosas por delante. La descomunal cola de la dama que estaba delante de mí, no me lo permitía. Sus voluptuosas nalgas forradas en un enterizo color marrón, eran dos mundos, que me separaban de mi mundo objetivo, cuando repentinamente sentí que una volqueta cargada de arena me embistió, pero reaccioné y me di cuenta que era la cola de la dama que termino en mi, empalcada en mis rodillas, porque la habían empujado.

-    Perdón, me dijo, parándose como un resorte. Estoy desde las 5 de la mañana, ya va a ser medio día y esta cola parece de tortuga. “La suya parece de elefante, pero ¿se siente bien?”, pregunte mentalmente.

Ella siguió hablando. Me dijo que se llamaba Beatriz y que no era de la tercera edad. El de la tercera edad era su abuelo, un viejecito seco que estaba bajo un árbol. En realidad, no recuerdo si el abuelo era el viejito seco o era el abuelo que estaba bajo el árbol seco.

Lo que sí pude informarme sobre las penurias que tienen que hacer la mayoría de los chicos y chicas de la tercera edad, para cobrar tan indignamente, su Bono Dignidad.

Beatriz no dejaba de hablar. Era como una motoniveladora injertada en guaripolera de banda colegial, que transitaba por la cola, con un turbante rojo. Parecía un semáforo humano parlante, moviéndose con su cola, por toda la cola.

Al llegar en la madrugada, la habían marcado como a una vaca con el número 162. Pensó que sería la primera pero encontró en la cola a 161 personas que habían dormido desde la noche anterior. Muchas de ellas eran gente mayor.

Cuando llegué para ocupar mi lugar, acorralado por el temor del contagio y la hostilidad del clima, vi a cientos de personas que hacían tres colas, preguntando tímidamente o puteando enérgicamente. Pocas hacían ruido ante una mayoría resignada al silencio, haciendo esas filas infames.

Pero como todo tiene un final, yo protagonicé el mismo. Cuando ya pasamos de diez en diez ancianos al local de la AFP, cerca del medio día, el mundo volvió a la civilización. Todos sentados en puestos separados, las medias de seguridad correctamente señalizadas, alcohol de por medio y; ¡aire acondicionado para todos!

Cuando cantaron ¡Número 163! me levanté como quien se incorpora con los brazos gritando ¡gooool!, pero conserve mi compostura inglesa, me acerqué con mi acompañante, intercambiando sonrisas muy francas con la funcionaria, las mismas que no las vimos al través del barbijo.

La dama que me atendió vio mi carnet de la Renta Dignidad y me dijo que debía empezar todo el trámite de nuevo. ¿Y volver a hacer cola?, pregunté.

-    Claro, me dijo con el mismo tono de Sherlock Holmes cuando dice “elemental mi querido Watson”
Entonces se escuchó un rugido de rebeldía por toda la oficina. Era yo, un oso convertido en mitad hiena, 25% mitad león y el resto, como un viejo insoportable.
-    ¡Nooo! ¡No voy a volver a hacer eso! dije.
Entonces la empelada me escuchó impávida, los formularios que debía entregármelos, me los rompió en mis narices, los boto a la basura, me pidió nuevamente mi credencial y engrapó en ella, una anotación. ¡Ya está!, me dijo.
-    Quise decir algo más pero ella se adelantó y dijo
-    Puede ir a cobrar. ¡El siguiente!

¿El error era del cajero del Banco que me atendió y me envío vanamente a la AFP? ¿La funcionaria, si todo estaba correcto, por qué quería que empiece todo de nuevo?

Volví a mi casa así. Ya no había la cola de Beatriz, pero la cola de la indignidad, es algo cruel y emputante.

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