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13 de abril de 2022, 4:00 AM
13 de abril de 2022, 4:00 AM

Por: Ronald Nostas

En una sociedad democrática la relación entre el Estado y la ciudadanía debieran basarse en la reciprocidad y el equilibrio justo, de modo que se beneficie siempre a la sociedad y al mismo tiempo se mantengan la autoridad y la legitimidad de la administración pública.  Este principio es fundamental en la definición de políticas y normas, debido a que éstas tienen consecuencias inevitables y cuando son inequitativas, generan desequilibrios e injusticias. 

Un ejemplo de estos desequilibrios se evidencia en la política salarial que impusieron el gobierno nacional y la Central Obrera Boliviana, y que en los últimos años se materializó en una serie de medidas que, a la luz de sus resultados, han perjudicado a la mayoría de los trabajadores, han dañado al sector empresarial y han conducido al país a un escenario de alto riesgo.

El problema tuvo su origen en la división artificial de la relación empleador  – salario – trabajador, decidida por el gobierno, a lo que se sumó la eliminación de toda consideración de la productividad para el cálculo de los incrementos; la expulsión de los empresarios de los espacio de diálogo; y la reducción de la política laboral al ámbito salarial, que acordaron el Ejecutivo y la COB, sin ningún análisis ni previsión de las consecuencias.

Con esta nueva política, el salario mínimo pasó de Bs 440 en 2005 a Bs 2.164 en 2020 (5 veces más) y se produjeron aumentos al haber básico de 7% en promedio, durante los 10 últimos años. Estos incrementos no guardaron ninguna proporcionalidad con la pérdida del poder adquisitivo de los sueldos, ya que la inflación promedio en los últimos 10 años fue de 3.6%.

Adicionalmente, se decidió el pago de un segundo aguinaldo, en base a un decreto que incluía justificaciones, método de cálculo y condiciones totalmente arbitrarias, inconsistentes y contradictorias.  La nueva obligación para los empleadores se pagó en las gestiones 2013, 2014, 2015 y 2018.

Los resultados de las medidas señaladas, pudieron ser positivos para el gobierno y para la dirigencia de la COB, en términos de popularidad, propaganda y apoyo electoral, pero resultaron devastadores para el sector empresarial, la economía formal y el empleo.

Un primer efecto fue el crecimiento de la informalidad laboral que pasó de 64% en 2004 a 85% en 2020, la cifra más alta en el mundo.

La informalidad es mucho más que una categoría de análisis, implica que 8 de cada 10 trabajadores en Bolivia no están amparados por la norma y por lo tanto no acceden a beneficios como el salario mínimo, horas de trabajo, seguridad social, primas, horas extras, salud ocupacional, organización, e incluso carecen de protección en temas tan sensibles como la discriminación o el acoso.

Otro efecto es el relacionado con el desempleo, que según las cifras oficiales se mantiene en promedios cercanos al 4,5%, aunque la forma de cálculo de esta variable es cuestionable, ya que solo considera algún tipo de actividad reciente, sin especificar si se trata de empleos protegidos o informales.  Este problema es tan grave que en 2018, en el acuerdo sobre incremento salarial con la COB, el propio Gobierno advertía que “deja salvada su responsabilidad en el caso de presentarse efectos negativos sobre el empleo”.

Otros resultados nocivos e invisibilizados por el gobierno y la dirigencia de la COB, tienen que ver con el número cada vez mayor de personas que trabajan menos de 40 horas semanales; las que solo encuentran empleos esporádicos; las que son contratados por tiempos cortos; o las que optan por el autoempleo y el comercio de sobrevivencia. El peso más agobiante recae sobre las mujeres y los jóvenes, especialmente los que recién ingresan al mercado de trabajo, sin oportunidades, con demandas reducidas y empujados a la más absoluta precariedad.

Con la obsecuente complicidad de la dirigencia sindical, los últimos 15 años de políticas laborales improvisadas, injustas e incoherentes han beneficiado a menos del 20% de los trabajadores y han perjudicado a más del 80%, pero sobre todo han propiciado el progresivo debilitamiento de los sectores productivos y del empresariado nacional, generador de más del 70% del empleo digno en el país. 

Lo peor de todo es que a sabiendas del fracaso y de los riesgos, tanto el gobierno como los representantes de la COB, se mantienen en la irracionalidad de demandas exorbitantes y exclusiones inaceptables.

Hasta 2019, esta cuestión generaba críticas y cuestionamientos, pero hoy, tras la catástrofe del Covid 19 y con una economía mundial que se vuelve más incierta por las amenazas de recesión, desempleo generalizado e inflación, el hecho de mantener la misma política no solo es una irresponsabilidad sino un atentado contra los millones de bolivianos cuyo futuro depende de las decisiones que tomen las autoridades.

Hemos llegado al borde del abismo y el gobierno deberá decidir entre el retorno a la racionalidad o la debacle del sistema laboral.

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