7 de enero de 2022, 4:00 AM
7 de enero de 2022, 4:00 AM

Hasta hace un poco más de 200 años, un pestañeo en términos históricos, la gente, cuando se enfermaba tenía que esperar, rezando, sanarse prácticamente “de por si”. Los “médicos” (léase barberos o peluqueros) aliados involuntariamente con la señora de la guadaña, sangraban a sus pacientes (los desangraban) para eliminar los “miasmas”, el “mal aire”, los “maleficios” o “brujerios”. Muchas veces recurrían a brebajes infames preparados con sustancias que, si alguna vez contribuían a derrotar a la enfermedad, la mayor parte de las veces eran instrumento de agravamiento o muerte. Enfermarse no era chiste. Los médicos de entonces ni siquiera conocían la causa de las enfermedades, peor los medicamentos a los que ahora estamos acostumbrados y que nos parecen tan naturales.​

Apareció entonces un médico de verdad, el Dr. Edward Jenner que observó un hecho cotidiano que, sin embargo, no llamaba la atención de nadie: las señoras que ordeñaban las vacas, no enfermaban viruela. Una enfermedad que ese entonces se pasaba por las armas tanto a reyes como a plebeyos, a ricos como a pobres, a hombres como a mujeres, a niños como a niñas, en fin.

La viruela era una enfermedad que a fines del siglo XVIII, solo en Europa, mataba 400.000 personas al año y los que lograban sobrevivir, quedaban ciegos o con unas horribles cicatrices en la cara. En nuestro país, ya no vemos “fieros”, aquellos sobrevivientes de la viruela que quedaban marcados para siempre.

Edward Jenner, pensando mucho tiempo, se dijo a sí mismo, “algo pasa con las señoras que ordeñan vacas, porque no se enferman de viruela” es que vio que las vacas también enfermaban viruela. Se le ocurrió entonces que ese contacto entre la vaca y la señora que la ordeñaba, tenía algo que ver para que ellas no se enfermaran. Acucioso como era, se le ocurrió un experimento: Conocía a un niño de 8 añitos (James Phipps) al que le raspó en el bracito la sustancia que había extraído de una de las vesículas de viruela de una de las vacas. Esperó un tiempo y esta vez añadiendo mayor cantidad de sustancia de las vesículas, se la inyectó al niño (no le raspó). ¡Eureka! ¡El niño no se enfermó! Todo esto ocurrió en 1796 y ese año, empezó la era de las vacunas que nos libraron de muchas enfermedades. Primero, la viruela fue erradicada por completo, gracias al programa de 12 largos años de vacunación de la OMS que se llevó a cabo mucho después. Por entonces no existían (gracias a Dios) los actuales “grupos antivacunas” que nos están haciendo tanto daño y con los que entonces, tal vez no se hubiera podido erradicar la viruela.

Casi 100 años después (1885), un niño llamado Joseph Meister fue mordido por un perro enfermo de rabia canina. Louis Pasteur le inyectó la primera vacuna antirrábica salvándole la vida. Hacia la mitad del siglo XX, ya la gente se había concienciado sobre la utilidad de las vacunas y la investigación sobre el tema quedó establecida.

Jonas Salk y Albert Sabin descubrieron la vacuna contra la poliomielitis, una enfermedad que causa parálisis e inhabilita permanentemente a quien tuvo la mala suerte de padecerla. La investigación científica desarrolló muchas vacunas desde entonces, salvando muchísimas vidas. Ahora tenemos vacunas contra la difteria, la enfermedad meningocósica, la enfermedad neumocócica, la fiebre amarilla, la influenza tipo B, la hepatitis A y B, la influenza común, las paperas (parotiditis), La infección por virus del papiloma humano, el rotavirus, la rubéola, sarampión, tétanos, tos ferina, el tétanos y la últimas vacunas que están siendo objeto de discusión y rechazo por grupos probablemente imbuidos de creencias religiosas o no, pero dogmáticas, que se apoyan en argumentos insostenibles e irracionales para no hacerse vacunar. Lo que llama la atención es que estos grupos, al rechazar la vacuna, buscan o quieren que nadie se vacune. Por qué lo hacen es incomprensible. Uno puede entender (a duras penas) que no quieran vacunarse, pero ¡que dejen en paz a la gente que sí quiere hacerlo! Lo que tampoco entienden, es que su resistencia a la vacuna, pone en riesgo la salud del resto de la población. Y deberían entender que su derecho a NO vacunarse, termina en el derecho a vacunarse de los demás.


*Franklin E. Alcaraz Del C. es médico, investigador y escritor



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