8 de junio de 2021, 5:00 AM
8 de junio de 2021, 5:00 AM

Todas las muertes duelen, todas. Algunas traen dos mochilas: la del dolor y la de la impotencia. Todas las muertes pudieron evitarse; algunas debieron impedirse a cualquier precio. Todas las muertes dejan un vacío en sus familias; algunas dejan un vacío imposible de reemplazar en todo un país. Todas las muertes se lloran con abrazos; algunas además con canciones.

Ayer se fueron dos bolivianos insustituibles, Ubaldo Nállar en Santa Cruz y Jaime Junaro en La Paz; dos entrañables artistas de la vida, soñadores de un tiempo mejor, trabajadores de la cultura, del día a día, para sobrevivir y vivir, sin más apoyo que el de sus seguidores, cuando estos podían asistir a los escenarios. Pero llegó el virus, y con él murieron los teatros, las salas de conciertos, las reuniones con fines de entretenimiento cultural, que era lo que les daba vida.

Ubaldo desplegó su arte en el mundo del teatro, donde fue actor y director; fue gestor cultural y en esa faceta creó un lugar lleno de magia, de esos que son muy escasos en nuestras ciudades, aunque bastante comunes en aquellos países que cuidan, protegen y alientan la existencia de espacios para la cultura. Lo llamó Lorca, como el gran poeta y dramaturgo granadino, figura sobresaliente de la Generación del 27 de la literatura española del siglo pasado.

Él convirtió aquel lugar en la esquina más cultural de la ciudad, en un café que era más que solo eso, más que un restaurante, más que un escenario de teatro, más que un centro de conferencias, más que un lugar para que canten los artistas… mucho más que un refugio para la innovación.

Jaime Junaro eligió el canto. Con su agrupación Savia Nueva, su voz fue la voz de las canciones más memorables del canto popular boliviano desde hace más de cuarenta años; desde entonces, la canción boliviana y latinoamericana comprometida con las utopías tienen la marca singular de su timbre.

Tres generaciones de bolivianos acompañaron ese vuelo de palomas libres que él soltaba con su voz hacia cielos propios, en teatros o escenarios populares abiertos; su canto no fue un canto que convocaba seguidores de esos que aplauden a un ídolo, sino pueblo que encontraba en su voz aquello que ellos mismos querrían decir. La diferencia es que con Jaime ese grito de rebeldía se convertía además en arte.

Canto hermoso, en su caso, que nunca cruzó la línea hacia la política, que eligió el camino de tierra, ese alejado del oportunismo, porque él sabía que la independencia, así como los sueños, no tienen precio ni partido.

La noticia dice que Ubaldo y Jaime murieron ayer; y sí, sus cuerpos dejaron de latir ayer, pero la esperanza había muerto antes, el mismo día en que cada uno cayó enfermo. De ahí en más lucharon por su cuenta, apenas con el apoyo de los amigos, a veces estirando la mano en las redes sociales, convocando a esos seres solidarios que hicieron lo que pudieron, pero el abandono del Estado pudo más: ninguna autoridad se dio por aludida, ningún legislador impulsó una ley, ningún alcalde salió a defenderlos, ningún gobernador dijo esta boca es mía.

Ningún gobierno los protegió, como no protege a ningún artista de Bolivia. Pareciera que por práctica y definición fueran enemigos de la creatividad, del pensamiento libre y de la búsqueda de la felicidad de los ciudadanos, que es lo que persigue el arte, que es por lo que existían Jaime Junaro y Ubaldo Nallar. Ellos, que le dieron al país su arte, sus canciones, sus obras de teatro, sus sueños, sus luchas, y al final sus vidas.

Hoy les decimos gracias por siempre y los despedimos con los brazos abiertos y los ojos quietos, que sepan que mientras están ausentes caballitos del río galoparán aguas arribas con sus crines de cristal y las patas encendidas, levantando dorados, mojarras y tarariras, porque las penas van aguas abajo, la alegría aguas arriba

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