18 de marzo de 2022, 4:00 AM
18 de marzo de 2022, 4:00 AM


Por una recomendación vi en Netflix el drama bélico Una sombra en mi ojo, del director y guionista danés, Ole Bornedal.

La película, basada en hechos reales, nos traslada al 21 de marzo de 1945, en plena Segunda Guerra Mundial, día en que hace 77 años, la ciudad de Copenhague, Dinamarca, sufrió un ataque aéreo británico cuyo objetivo era el Sellhuset, utilizado como cuartel de la Gestapo. Pilotos británicos de la Royal Air Force -bajo la Operación Cartago-, cruzando el Mar del Norte, tenían la misión crucial de destruir esta sede para resquebrajar el poder nazi en la ciudad. Sin embargo, en el bombardeo se destruyó también una escuela llena de niños.

“Nunca olvidaré cómo gritaban cuando cayeron las bombas, con cuánto miedo temblaban con la escuela sumida en sombras”, es la frase con la que empieza esta impactante y conmovedora producción danesa que nos golpea con el drama y la tragedia de una guerra. Más de 120 personas murieron, 86 de las cuales eran niñas y niños.

En estos días, las portadas y titulares de la prensa nos embisten con noticias de la invasión rusa a Ucrania. Nos muestran mapas para ubicar las últimas arremetidas del ejército ruso y las sucesivas tomas de pueblos y ciudades ucranianas, rumbo a la capital, Kiev. Leemos los sesudos análisis de los opinadores de turno, hablando de aspectos históricos, geopolíticos, militares y la nueva configuración de los bloques económicos mundiales con esta ocupación. Se escribe y comenta mucho de los efectos en el sistema financiero internacional, del retraso en la recuperación de la economía mundial pospandemia, de la sensibilidad de los mercados bursátiles, del aumento de los precios de la energía y de muchas materias primas, más allá de las fronteras geográficas del conflicto.

Sin embargo -comparativamente-, son muy pocas las voces que hablan de las nefastas consecuencias de la guerra en los civiles: de lo devastador que puede ser quedarse huérfano; de la desolación que produce perder a un hijo; del desconsuelo de ver morir a tu pareja; del tormento que será vivir el resto de tus días mutilado, ciego, sordo o mudo; de la incertidumbre de convertirse -de la noche a la mañana-, en un refugiado que camina hacia una frontera que te ampare; del impacto emocional que dejará incurables traumas, en quienes sobreviven a este infierno.

Hay que estar anímicamente preparado para ver este drama histórico. Una sombra en mi ojo es una película magistralmente producida, es un doloroso recordatorio de eso que, eufemísticamente, algunos llaman “víctimas colaterales de una guerra”: muertes, heridos y daños no intencionados que se producen como resultado de una operación militar.

¿Cómo poder reponerse del dolor y la tristeza de la muerte de un niño, sea este danés, afgano, sirio, coreano, palestino, israelí, iraquí, estadounidense, ruso, boliviano o ucraniano?, ¿cómo se puede justificar y validar la crueldad de las acciones bélicas?, ¿cómo se puede seguir viviendo después de haber provocado tanto daño entre víctimas inocentes?, ¿habrá algún modo de buscar la forma de sentarse a negociar, ponerse de acuerdo, antes que el de exterminarse mutuamente?, ¿en una guerra, realmente, hay un ganador?

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