8 de junio de 2022, 4:00 AM
8 de junio de 2022, 4:00 AM


La manera más eficaz de reformar la universidad boliviana es la competencia. Es necesario modificar el actual sistema de incentivos que la está hundiendo en crisis crónica, y obligarla a competir por recursos, por alumnos y por maestros. Si quiere hacerlo con su actual modelo de gestión, basado en la autonomía y el cogobierno, será su decisión.

Bolivia gasta en educación superior una proporción equivalente al PIB más alta que cualquier otro país de América Latina, pero sus resultados son muy malos. Eso es porque sus asignaciones presupuestarias y de recursos están disociadas de su desempeño.

Propongo que ese dinero llegue a las universidades a través de la gente, pues solo entonces se crearán los estímulos necesarios para el cambio que tanto necesitamos.
Un mecanismo sencillo y radical para ello es el de establecer un sistema basado en la demanda. Es decir, otorgar becas a los estudiantes mediante cupones o vouchers que les permitan escoger tanto las carreras como las universidades, accediendo a esas becas según su rendimiento en exámenes de ingreso y manteniéndolas por los resultados que logren.

Esas becas deberían ser de libre utilización por los estudiantes, pagando la matrícula en la carrera de su elección y en la universidad de su preferencia, sea pública o privada. Este mecanismo introduciría la competencia entre todas las universidades, alentándolas a mejorar para atraer a más y mejores estudiantes, para retener a los mejores alumnos y para remunerar mejor a los mejores profesores, para conseguir mejor acreditación y certificaciones de calidad. Sin competencia no hay mejoría.

Lo que no podemos seguir aceptando es que persista la actual crisis. Sus síntomas son ya demasiados graves. Han muerto 10 estudiantes en dos años, durante eventos de política interna, que mostraron la inseguridad de construcciones precarias y de actos que se realizan fuera de norma, pero sobre todo la excesiva importancia de la pugna corporativa.

Ella está marcada por gremios con élites enquistadas más allá de cualquier plazo razonable, reglamentos que no se cumplen, docentes bajo chantaje por su irregularidad, falta de controles en unidades académicas, ausencia de rendición de cuentas y muchos problemas más de gestión. Todo esto sin mencionar la baja calidad académica. Aunque hay alumnos y profesores dedicados y brillantes, ellos son más la excepción que la regla, dado el escaso estímulo que tienen en un ambiente masificado e indiferente a la excelencia.

La universidad se creó para formar profesionales y aportar con conocimientos y tecnología. Se la dotó de autonomía para protegerla del poder político, y de cogobierno, como garantía basada en el progresismo de los jóvenes. Luego se las pensó para facilitar la movilidad y el ascenso social y romper la segmentación, sacralizando el libre acceso y la gratuidad. Con el tiempo, también se convirtió en un mecanismo de socialización de los hijos y de formación de redes personales y sociales, que añadidas al cartón profesional, facilitarían el empleo y la sobrevivencia.

Ese orden se ha invertido y las funciones añadidas ahogan a las iniciales.

La universidad es una síntesis de cómo funciona y los resultados que genera el rentismo. Su financiamiento está disociado de sus rendimientos. O son automáticos (proporcionales a la población) o dependen de su poder de presión (asignaciones por estudiantes). Así se establece una estructura de incentivos que lleva a las universidades a reproducir su condición crítica. Alienta su masificación, refuerza los comportamientos corporativistas, clientelares y prebendales, y su aislamiento del medio social y económico.

Para superar esta crisis necesitan reformarse, pero no tienen incentivo alguno para hacerlo desde adentro. Esto es inaceptable cuando las universidades deberían ser el núcleo del desarrollo, ya que nunca como en esta época este se basa en el conocimiento, la información y la tecnología, y en “recursos humanos” con capacidad de generarlos y manejarlos apropiadamente.

Si la universidad no cambia desde adentro, es imperativo obligarla desde afuera.

No planteo una intervención política o militar, ni cívica o social que liderice ese cambio. Ese camino ya fracasó. Lo que no se ha intentado es cambiar su entorno, de manera que se vea obligada a adaptarse a nuevas condiciones. La adaptación exige competencia. Es necesario establecer mecanismos que obliguen a las universidades y carreras a competir entre sí, por alumnos, por recursos y por premios a la excelencia y al conocimiento. La actual competencia que depende del poder de los gremios para obtener recursos es la fuente de sus males.

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