4 de marzo de 2021, 5:00 AM
4 de marzo de 2021, 5:00 AM


Once jóvenes universitarios cayeron al vacío 16,7 metros desde un cuarto piso del edificio de la Universidad Pública de El Alto (UPEA) por la presión que en un forcejeo ejercieron centenares de personas en un estrecho pasillo hasta que la baranda cedió; siete de ellos murieron y ahora se busca responsables de una tragedia que como bolivianos nos llena de dolor e impotencia.

Múltiples responsabilidades confluyeron en un hecho de esos que llevan luto a familias inocentes con hijos ahora fallecidos. Para comenzar, está la triste y desgraciada herencia de los años 50 del siglo pasado que convirtió a las universidades en centros para hacer política más que para la formación académica.

De allí vienen prácticas como la elección de dirigentes estudiantiles que hacen de ese su oficio de vida, personajes que llegan a los 40, 50 o más años de edad y continúan siendo ‘universitarios’, que jamás se titulan, pero viven y lucran de su condición de dirigentes de los estudiantes a quienes manipulan para conseguir intereses personales.

En el contexto de esa práctica y sus disputas internas, insensatos dirigentes convocaron a centenares de universitarios de la UPEA a una reunión en plena pandemia, bajo amenaza de sanción, ese chantaje tan característico de las universidades públicas donde incluso las notas son moneda de transacción.

Fueron tan irresponsables, que como lugar de reunión no escogieron un auditorio, un patio, una cancha deportiva, sino los estrechos pasillos del cuarto piso del edificio. Allí estaban los jóvenes convocados, que con seguridad asistieron para evitar represalias o ‘sanciones’ de esos semidioses llamados dirigentes, con licencia para castigar a discreción.

El rector de la UPEA, Carlos Condori, se lava las manos y dice que no sabía nada de la reunión y que de haberlo sabido tampoco hubiera podido hacer nada porque él ‘no puede interferir’ en las actividades que programan los estudiantes por aquello del cogobierno docente-estudiantil, una nefasta práctica de las izquierdas heredada de la posrevolución de 1952, que consiste en que los universitarios tienen igual o en ocasiones mayor poder que las autoridades y docentes para tomar decisiones.

Las universidades suelen lucir la ‘conquista’ del cogobierno paritario como única en el mundo, y seguramente a la par de esa ‘condición revolucionaria’ se explica en gran parte el drama del sistema universitario público boliviano sumido en el desprestigio y la mediocre formación de profesionales, donde los pocos conscientes deben esquivar a cada paso los tentáculos de la politización de los claustros.

Que vayan esos dirigentes y les expliquen ahora a los incrédulos padres de familia ahora enlutados por qué murieron sus hijos, esos siete jóvenes de origen humilde que lo único que buscaban era una profesión para no ser tan pobres como sus padres, y que para no entorpecer el camino de su formación aceptaron someterse al autoritarismo de la política universitaria.

Que justifiquen si su política mezquina, angurrienta de poder, era más importante que la vida y el futuro de aquellos muchachos y si eso alcanza para justificar el dolor que esos atribulados padres cargarán por el resto de sus vidas.

Y quizá el conjunto de la sociedad misma debiera interpelarse si en parte no es responsable de que ocurran estas cosas por permitirse tener un sistema de universidades que funcionan como repúblicas independientes detrás de los muros o en el interior de los campus.

Después vendrá la investigación sobre la construcción misma de esas barandas inseguras, hechas muy probablemente ‘a la boliviana’, abaratando costo, sacando provecho de la viveza criolla y el hábito de hacer las cosas ‘así nomás’.

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